jueves, 19 de enero de 2012

sábado, 14 de enero de 2012

Lecturas desde Sauce Viejo (II)


En el blog de Enrique Vila-Matas (www.enriquevilamatas.com), que suelo visitar, figura un artículo publicado el 13 de diciembre del año pasado, en el diario “El país” referido a lo que los franceses llaman “El espíritu de la escalera”. Entre las disquisiciones que hace Vila Matas tratando de explicar (explicándose) este concepto, remite a dichos de Aira quien sostiene que es algo así como encontrar demasiado tarde la réplica. Muchas veces pasa que la frase brillante, esa que cerraría una conversación ubicándonos como ganadores de una contienda verbal o de una discusión literaria, se nos ocurre a destiempo, luego de que el oleaje de la disputa se aplacó, cuando estamos “bajando las escaleras” con la voz del oponente (o los oponentes) aún resonando en los oídos.
A mí me atrapa este espíritu de la escalera más seguido de lo esperable. Soy callado y no reacciono ante el otro sino mucho después, cuando he reflexionado lo dicho. Suelo quedar entrampado en un molesto escaparate de respuestas, claras pero inútiles, que nunca daré. Quizás uno escriba para ganarle a la escalera, aunque sea uno o dos peldaños.
Todo esto viene porque hace unos días leí (tarde, lo sé), el libro de Alfredo Di Bernardo “Las cosas como somos”. Di Bernardo se maneja en el cuento como en su casa. Creo que es la forma narrativa que mejor se adapta a su proyección de mundos solitarios y tardíos. Encuentro afortunada la destreza demostrada por el autor en el uso de la técnica narrativa, sin alardes ni exhibicionismos que desmerecerían el producto. La síntesis de lo enunciado, la austeridad de emociones, la prontitud sin repentismo, describen a un autor maduro en este oficio del decir armonías.
Lo que me remitió al artículo de Vila Matas, es el epígrafe que recibe al lector ni bien abre el libro de Di Bernardo. Se trata de un pensamiento de Anaïs Nin: “No vemos las cosas como son. Vemos las cosas como somos”. En la obra de este autor, la vista y la acción de ver se imponen recurrentemente. En su primer libro “El regalador de colores” el miope percibe su realidad en blanco y negro, y necesita de un “otro” que regale colores, que “la pinte”, para hacerla visible. Lo abordó nuevamente en su novela “Informe sobre miopes” poniendo a la miopía como eje vertebrador de una historia de persecuciones y desencuentros. El protagonista se convierte en el héroe inventor de un entorno y hasta de un acoso. Volvió sobre ello en su libro “La realidad y otras mentiras”, donde la realidad se asume mentirosa justamente porque no se la percibe en su totalidad, no se la ve.
Miopía implica parcialidad, lo uno, lo nuestro. No se ven las cosas como son justamente porque al ver una parte hay que inventar el resto, es decir, ver las cosas como somos, desde nuestra limitante experiencia de ciegos. Ese completar lo que no está, propone una realidad paralela donde las cosas sí están; son implacablemente ciertas, aunque sean equivocadas.
Esto de diagramar certidumbres a la luz de lo que somos, tiene mucho del espíritu de la escalera. Los seres que pueblan el mundo de Alfredo son hombres y mujeres que dudan, que hablan tarde, que dicen lo que piensan cuando ya no hay nada que saber, cuando el momento ha pasado y la realidad ha cambiado para siempre. Dos oficinistas se pelean por la misma chica inventando un amor hacia ella que ninguno siente, sumidos en una contienda de ajedrez llevada a la realidad. Un chico se enamora de su maestra y planea una venganza increíble antes de confesar su amor también increíble, antes de hablar. Un estudiante comprueba que su vida de niño-adolescente se ha terminado al rendir el último examen de su carrera; la ve perdida como el tren de las 11 y 40 hecho blues.
Todos los textos serían buenos ejemplos para hablar de destiempos. Pero “Vicky” es la muestra cabal de esto. Un hombre tiene a una prostituta trabajando en su calle y transcurre todo el cuento intrigado por esta mujer cuya presencia (o su fantaseo con ella) lo atormenta y desestructura. “Vicky”, entonces, pasa a ser el relato de una búsqueda. La mujer que no se tiene, que apareció en la vida del protagonista justamente porque es pública, porque está ahí para ser usada, porque no requiere trabajo “engancharla” y hacerla propia, porque es simplemente Vicky, la puta, la que no es igual a las otras a las que el protagonista no se les acercaría, ni siquiera les hablaría por miedo al rechazo, al ridículo del que no se vuelve. Recién le dará respuesta a la provocación callada de la muchacha cuando sea tarde y ese acercamiento suene a imposible.
Dudar es transmitir una pausa. En su inflexibilidad desordenada, los personajes de Di Bernardo se quedan en la pausa del que huye.
Imagino al cerrar el texto, una escalera caracol como las que fotografiaba Cartier Bresson, por la que desciende una persona cabizbaja, desorientada de inoportuno mutismo. Y también al que queda arriba, triunfante ante aquel silencio ratificador de que las cosas, querámoslo o no, son como son.

sábado, 7 de enero de 2012

Lecturas desde Sauce Viejo (I)


“El amor es atroz” de Mabel Pagano es la historia de una confusión y de un exilio dentro de esa confusión. La conflictiva identidad genérica de Gaby, el protagonista del relato, detona silencios que se convierten en la cara simbólica de un siglo. No hablar las cosas da la sensación de que estas nunca ocurren, que no pasa o no pasó nada. Se calman los errores, se emprolijan las faltas. En ese límite mudo se teje la desdichada historia de Gabriel Veronelli, el hermafrodita de cuerpo hermoso y ambiguo que trata de construirse un nombre a partir de los dos sexos que carga, ejes vertebrales del desprecio y la violencia doméstica que marcarán toda su vida.
Una madre que lo abandona, un padre que también se aleja, pero que vuelve periódicamente trovando su derrota de militar peronista caído en desgracia, una familia con tías que bisbisean “ese problemita” de su sobrino pero callan, y con tíos que lo buscarán sexualmente para entretenimiento ocasional y por supuesto secreto. La curiosidad que despiertan sus formas frágiles, su salud marica le cuadran bien a la hipocresía de una familia que es al mismo tiempo, la representación de un país donde la política se emparenta con la desesperanza. Inmigrantes que añoran su tierra y los años en los que se pensó que la dicha era posible; prostitutas que parecen damas y damas que se mueven en el sórdido circuito de la prostitución; señores que buscan placeres esquivos y menores que peregrinan cuarteles donde se beneficia “oralmente” a futuros dictadores o a idealistas acorralados. Ese es el mundo que pinta Pagano de manera memorable: una Argentina de silencios que, como la vida de Gabriel, está a caballo entre la gauchada y el atropello, entre la tortura y la salvación. Una Argentina amada y odiada por sus habitantes, con los ojos puestos en París y las manos enterradas en los desperdicios del riachuelo. Una Argentina verseada de amores y encuentros apurados en obras a medio construir o en departamentos de eclesiásticos, adobada con prácticas aberrantes y amorosas, devorada con hambre de cariño y resaca de tipos que “se borran” tras la cama más feliz de sus muertes.
Asistimos a la mascarada de la masculinidad, a la discreción entendida como “tener códigos” del homosexual que sabe y calla, a la patética factura del hombre correcto, esposo fiel y padre ejemplar que en algún momento, en alguna curiosa tempestad de sentidos, hunde su egoísmo en la cama de un travesti. Y también, a la camaradería de los perseguidos, a la convivencia loqueril en cárceles inmundas donde se sobrevive a fuerza de tenerse entre sí, de contar con el de al lado que es como uno, que recibió los mismos golpes, que restaña las mismas heridas.
En la vida de Veronelli se aglutinan las vivencias de tanta gente que maduró su sexualidad con culpa, entre abismos y desiertos, tantos hombres y mujeres “usados” y descartados por la pulsión extrema de una hombría mal entendida y de un feminismo más rígido y bigotudo que el mismo machismo, por el entrevero esquivo de “acabar” en otro la impotencia de no ser uno mismo. Algunos, como Gaby, triunfaron; otros, otros muchos, se perdieron en ruinas de escándalo. La novela de Pagano también los rescata.
Afortunadamente la problemática gay en nuestro país, en gran medida se ha verbalizado. Pero faltan palabras para ocupar un silencio de siglos. Tal vez no sean suficientes los matrimonios igualitarios y las leyes que amparen un amor, u otro, o un tercero, y sobrevivan juzgadores que se muerden al avalar esas uniones o al firmar una sentencia de rectificación de nombre; tal vez no sea la manera más correcta censurar al idiota que vuelve la cara, para el horror o para la risa, al ver a dos lesbianas besarse en un subte, sino, más bien, valga apresar ese gesto como una ejemplificadora victoria; tal vez debamos reaprender los géneros para hablar de “género” sin caer en el suicidio de los extremos, de las parcialidades, de los automatismos y de las taxonomías paupérrimas.
Tal vez. Digo, para no arracimar palabras que oculten la palabra y sean una analogía del silencio que afortunadamente se ha comenzado a quebrar.

sábado, 31 de diciembre de 2011

Caracalla


El emperador Caracalla, último representante de la dinastía de los Severos, admiraba los cuerpos en tensión que promete el deporte, las reuniones después de los juegos, la masculinidad ruidosa y los sitios donde esta prospera. Por eso mandó construir el natatorio más grande de la historia. Un gimnasio donde podía descansar alejado de sus ministros y consejeros, empapado en aceites relajantes y aguas confiadamente sazonadas con sales o hierbas para recuperar la tonicidad y la armonía. Allí estaban también los jóvenes que nimbaban su mundo de destrezas y confusiones.
Cuando mató a Geta, su hermano, luego de verlo morir, (una tristeza menor a comparación de todo el poder que le dejaba), el emperador se refugió en su gimnasio. Habló de contiendas y comparó mal las técnicas griegas de la lucha cuerpo a cuerpo, con el triunfo en un campo de batalla. Era un hombre tosco, al que nunca la piedra sobre la que tallaron su rostro encontró mejor correspondencia de dureza con el modelo copiado. Ni el mejor cincel pudo posar suavidades en las curvas robustas de su rostro.
Caracalla en persona seleccionaba sus mejores luchadores. Los sacaba de cualquier parte: de entre los prisioneros de las campañas y los parientes de sus ministros, de la bacanales imperiosas donde los esclavos se vestían con ropas de mujer y hablaban en sombras, de lo barrios más pobres de la ciudad donde la mugre se confundía con la ley. Compraba pastores con monedas antonianas por él impuestas, y revisaba su compra a la luz del sol, para observar mejor cómo el rayo lumínico torneaba la musculatura impúber de los elegidos.
Una vez lo vieron llorar ante la hermosura de un guerrero. Y aunque no se distraía relajando sus apremios de hombre en el lecho de ninguno de sus donceles, le bastaba evocarlos para que se volviera lloroso y callado.
Intentó ser justo pero los ciudadanos de Roma no entendieron su equilibrio y tuvo que huir a la Germania como un enfermo, desluciendo su templanza y su hombría. Cuentan que la noche antes del escape, el emperador tuvo un sueño. Se vio sumergido en las aguas termales de su baño, la claridad amarillenta entraba por los ventanales que daban al paseo. Un joven guerrero se escabullía con el sigilo de la traición y le cortaba la cabeza con las manos. Soñó que ésta seguía rodando un buen trecho y que antes de cerrársele la conciencia como un telón, el decapitado alcanzaba a ver un cuerpo exquisito reflejado en el agua de la luna. Se sintió agredido por el sueño y quiso olvidar esa angustia cuando despertó. Esmeró las obligaciones domésticas del matrimonio y la cacería; practicó humildades de plebeyo moliendo su propio trigo, cosechó silencios y evitó ovaciones. Pasaron meses en que no volvió a soñar nada inquietante.
Después vino la peregrinación al templo de la Luna en Carras. Macrino, su sucesor inmediato, tramó la emboscada. Contrató a un guerrero que seccionó la cabeza del emperador con un golpe limpio de acero. La destreza aprendida en las termas no afligió su espada. El cráneo de Caracalla rodó un trecho hasta quedar delante del cuerpo que dejaba, un cuerpo de gigante. Enorme hasta la lágrima.
Tenía 29 años.
P.D.: Feliz 2012 queridos amigos.

sábado, 24 de diciembre de 2011

La pequeña bailarina de catorce años


Era la hija fea de una panadera que se lamentaba la pobreza mientras entreveraba retazos de canciones y suspiros al acunarla. Su madre, de luto permanente, no encontró en otro dolor ajeno, el de un hombre que la consolara. Las monedas de las ventas que caían en su delantal, chocando con las otras, tampoco resultaban suficientes para apagarle la tristeza de viuda joven.
Dos cosas le faltaron: un padre y estudios. Del primero supo que era sastre, que se había ido a morir a una guerra imprecisa e imprudente y que no se conservaban en la casa retratos ni abalorios de muerto, que se lo trajeran. Aunque no en estos términos, ella supo que amar era difícil mientras buscaba a su padre en la nada de sus labores.
Su madre se encargó de que no estudiara. Fue unos pocos años a la escuela para aprender lo imprescindible de su lengua y poder imaginar el resto. Para calcular harinas y horneadas, para controlar las masas regadas de sal y el agua engrudando las mixturas no se precisaba más, así que se conformó con el movimiento en lugar de la palabra escrita. Pasaba sus horas de descanso observando lo móvil de la vida. El sacudón de las hojas cuando las tomaba la brisa de la mañana, la sutil contorsión de la ropa secándose al sol, el latigazo de una chispa del horno o la sombra de los otros en los muros.
Parecía lenta, o sorda, o ensimismada. Los clientes de la panadería preguntaban si la niña tenía algún mal porque la veían en el mostrador, la geta desvaneciéndose en suspiros y ruidos de boca, clavando los ojos en el leudado lento, casi imperceptible de los bollos.
Quizás fue su madre la que le inoculó ese mal de la danza al exigirle manos rígidas en el arco del gesto, suavidades en el agradecimiento y firmeza al andar por la encharcada callejuela sin tumbar los panes del canasto. Caminaba a saltitos esquivando vaya a saber qué escollo mágico. Y, al lograrlo, sonreía.
Una mañana le tocó llevarle una cesta de panes al cuidador del teatro. Tocó en la puerta de la conserjería y, al no obtener respuesta, decidió entrar. En una de las salas de ensayos vio ejercitándose a las bailarinas. El profesor las corregía con una vara que golpeaba en el suelo; la música se cruzaba entre los cuerpos y la luz amarillenta que filtraba el telón.
Con los mismos ojos anhelantes con que se quedó espiando la danza, descubrió al viejo Hilaire. Él también estaba pendiente de las bailarinas. Las manos teñidas de pintura, fijaba la vista procurando corregir la imagen que su miopía volvía borrosa. Tenía el cuello del saco picado por las polillas y manejaba los pinceles con delicadeza de aristócrata. Ella sacó del canasto una rueda de pan. Entonces Hilaire hizo una pausa en el trabajo, limpió los pinceles con un trapo y los acomodó, según su tamaño, en un vaso, mientras comía el cascarón castaño y crocante del regalo, cortando trozos con los dedos manchados de azul, de rojo, de gris. Se sentaron juntos y él murmuró:
-Hola. Soy Hilaire.
Otro día en que la panadera volvió al teatro, encontró un traje amarillo entre bambalinas. Se lo encimó a la ropa que llevaba. Era corto y le quedaba un poco suelto de hombros pero justo de cintura. Hilaire dejó el pan que comía y comenzó a abocetar en unos cuadernillos arrugados y sucios de óleo. De vez en cuando levantaba los ojos y los ponía en los de la muchacha. Reclamó el artista posturas duras, firmes, a su bailarina. Le pidió que insinuara pasos de bailes imposibles y ella le obedeció imitando a las otras que lo hacían bien, aguzando su mentón de perro, sus hombros de ruina. Para no defraudar al pintor, trataba de componer el movimiento leve de una mariposa, la caída prolija de la harina sobre la mesa de pino, la ingravidez plena del polen entre las flores recién abiertas.
-A la derecha.-indicaba el pintor.- Firmes las piernas, no abras los ojos…
La pequeña bailarina de catorce años seguía las indicaciones sin quejas, acalambrados los brazos, tiesa la espalda a modo de vara sobre el paso de baile inmóvil que el pintor buscaba atrapar.
Finalmente, Hilaire la despidió con unas monedas y regresó a sus cuadros.
La vida se complicó después. O no admitió coincidencias o resolvió alejarlos poniendo en ello tanto talento que la panadera y el pintor nunca se volvieron a ver. Ella dejó de llevarle panes a cambio de compañía y él cambió, por un tiempo, sus horarios de trabajo, prefirió la tarde a la mañana, cuando la ciudad se amodorra y piensa que sueña.
Ella se embarazó de un proveedor que la llevó a La Provence donde crió hijos y gansos hasta su muerte. Envejeció grácil de pasos y tosca de atractivos como había durado. Y siguió pendiente de todo lo que se movía: la lluvia, el pecho de su marido o de sus hijos mientras dormían, el despegue de las aves cuando ensayan el vuelo.
Degas terminó en resina su escultura más criticada y más exquisita. Cuentan que el alma de la pieza estaba hecha con la madera de los pinceles descartados que él tan prolijamente arreglaba en los potes de trabajo, en su descanso, mientras comía panes junto a la modelo.

PD: no fue exactamente así la historia pero me gustó pensar que pudo haber sido. ¡Feliz Navidad queridos amigos!

sábado, 17 de diciembre de 2011

Graciela Geller: In Memoriam


El pasado traza caminos inesperados. Una foto, la tapa de un libro, la firma borro-neada de una dedicatoria, aquella frase que en su momento nos conmovió pero que leída en el tiempo notamos que ha perdido fuerza, que los años la hicieron trizas o, al revés, pensamientos que cobran rigor ahora cuando nunca fueron importantes. Pistas, pasos perdidos.
Hace unos días, arreglando papeles y poniendo en orden (que es una manera de recuperarlos) esos textos que no se sabe si se tiene o se ha soñado que se los tiene, revi-ví parte de mis primeros años de escritor. Me dio ternura leer otra vez, al azar, pasajes de la obra de queridos amigos. Algunos ya no están con nosotros; otros, se dejaron caer en el silencio, acobardados, quizás, por esta tarea tan bellamente ingrata de seguir estre-llas.
Entre ese montón de palabras apareció el libro de Graciela Geller titulado “Sobre semen no hay nada escrito”. Una mañana la crucé en la peatonal y me dio la tarjeta de invitación. Me dijo:
-Presento mi libro. Te espero.
Yo recién terminaba mi carrera de Letras; eran años cargados de proyectos y de imposibles. Ahora me río de mi pedantería, pero allá, en esos días donde uno necesitaba encausar, mediante la profesionalización de un arte, tanto desborde creativo, asistir a la presentación del libro de una escritora reconocida en Santa Fe por lo jugada y lo trans-gresora, significaba asomarme a la puerta de un parnaso local al que, pensaba yo, pocos elegidos podíamos acceder. Quiero recalcar que nunca fuimos amigos con Graciela. Simplemente porque no se dio. El destino nos negó ese permiso. Y aunque critiqué mu-cho su obra, nunca la dejé de respetar como escritora y como docente. Tenía, y era muy valorable, una capacidad innata para relacionarse, para crear conexiones, base impres-cindible, ahora lo sé, de cualquier carrera artística.
De este texto, en su momento, opiné que era interesante y hablé con mucha serie-dad de él en las disputas de café con otros escritores. En la actualidad compruebo que sobrevive a la relectura aunque le encuentro ansiedades. A pesar de ciertos bajones de nivel entre cada cuento, subyacen espacios logrados, momentos donde Graciela alcanza una fibra lúcida y genuina desde la incertidumbre y el tanteo. Esos instantes salvan el libro. Ella también estaba construyendo un camino solitario, barrancoso, igual que el mío. Sola, como todos.
El título, aseveración rotunda y excluyente, impone un punto de vista y traza la sintaxis de una estética: “Sobre semen no hay nada escrito”. Aún ahora, campanillea en mí la ambigüedad tejida alrededor de la preposición “sobre” que, como cabecera de cir-cunstancial, promete una doble entrada interpretativa: (“sobre” por “referido a” y “so-bre” indicando “encima de”) Y traté de buscar en mi memoria qué más conozco yo que se haya escrito (dicho, vivido),sobre el “semen” como tema. Recordé un libro de Sara-mago, “Ensayo sobre la ceguera”, para mi gusto su mejor ficción, y tuve nítido el pasaje donde una de las prisioneras (justamente la que ve) obligada a practicarle sexo oral a su carcelero a cambio de comida, siente, al terminar, la presión del semen en su boca, pero humillada y todo, no se atreve a matarlo. Recordé la escena de la película “Los imper-donables”, excelente western de Clint Eastwood, cuando los forajidos ingresan al pros-tíbulo y una de las chicas se limpia entre las piernas antes de huir del tiroteo. Recordé a Nijinsky, el bailarín loco, que escandalizó a Europa cuando en “Preludio para la siesta de un fauno” se masturbó en el escenario para hacer más real la excitación de su perso-naje ante las ninfas. Trajiné frases de amor donde se nombra la sangre, los besos, la sa-liva, pero nunca al semen. Me di cuenta que no perdura nada escrito sobre el semen jus-tamente porque no es tema, sino que es parte de un tema, una posibilidad, un murmullo. La sustancia adquiere presencia simbólica preponderante como finalización de un acto, conclusión de un goce, reafirmación de una violencia. No se mantiene por sí misma, sino que requiere el acompañamiento de una exaltación que la valide, que la asocie con una prosperidad narrativa concreta.
Entonces busqué la otra manera en que se presenta el semen en el título: como su-perficie escribible, papel (¿en blanco?) encima del que se narran cuestiones femeninas, cartas y aforismos sobre esa cúspide dolorosa y fría, a la que se arriba a través del sexo porque sí, sin necesidad ni cambio, obligación intacta ante el poder masculino imperan-te. Campo prohibido, inútiles humedades que atrapan el paso de un apuro. Y corporizan la palabra.
Los textos rescatados fueron otros. Reparé en superficies que son complacientes con una poética del descarte y lo acabado. Me acordé de Perlongher que arriesgaba en “Hule”, su libro más melancólico y violento, una descripción salpicada de furia sobre el látex de los preservativos usados, poesía de visos decadentes, llena de miedo, sórdida y asfixiante, atmósfera prostibularia donde la homosexualidad remite a la opción de morir pronto antes que perdurar en un mundo hostil. Recordé la película de Peter Greenaway, “Escrito en el cuerpo”, estrenada en 1996 (mismo año de la edición del libro de Gracie-la), donde el protagonista usa su propia piel como soporte de un relato amoroso. Recor-dé uno de los mejores trabajos de Virus “Superficies de placer” con su tapa tan elocuen-te de unos glúteos firmes y caricaturescos que ponen el placer a prueba. Por último, re-cordé a un Lugones exaltado de amor, ya viejo, jugándose su última seducción al en-viarle cartas eróticas a una alumna firmadas con sangre o con semen, y repetí las pala-bras de uno de sus “Doce gozos”:”Se apagó en tu collar la última gema/ y sobre el bro-che de tu liga crema/ crucifiqué mi corazón mendigo”.
En fin, este libro de Graciela tuvo y tiene como valía fundamental la de imponer tema cuando los que hay no alcanzan y, esgrimiendo la audacia de ir más allá, proponer como soporte escritural de las historias, a la sustancia continente de la vida, la que divi-de los géneros, la que fructifica la contienda perpetua de dominio y resistencia en la que se cifra la condición humana.
Vi, además, que los textos dispersos y recuperados (míos y de mis amigos), los momentos vividos allá, cuando fuimos nosotros realmente, esas intenciones románticas de cambiar algo a través de nuestra literatura, esos anhelos volátiles y procaces (pura adolescencia de ideales más bien que puro ideal adolescente) fueron limitados pero pro-fundos. Nos marcaron para siempre.
Y sobre ellos tampoco se había escrito nada.

sábado, 10 de diciembre de 2011

La piel habitada

Me interesa el cine de Almodóvar. Desde "Tacones lejanos", lo primero que vi del director manchego, cada película suya es para mí una celebración. Almodóvar narra como a mí me gusta, sus historias me resultan atractivas y su estética me parece incomparable. A su manera renovó el kich: lo hizo anti-kich, sin perder raíces. La ambigüedad, la vaguedad, lo insólito, las historias argumentalmente retorcidas que se vuelven claras en su mismo enrevesamiento, son puntas de su filmografía que conmocionan.

Un crítico dijo que dentro su la obra se perfila una marcada diferencia entre las películas de mujeres y las de hombres. Aquellas donde la trama es la problemática femenina (“Mujeres al borde de un ataque de nervios”, La flor de mi secreto”, “Volver”), están llenas de luz, de cielos azules, de cantos y boleros llorados con frenesí de liberación; mientras que en las películas donde el tema es el hombre (“La mala educación”, “Laberinto de pasiones”, “La ley del deseo”), el resultado es la sordidez, la oscuridad, la locura.

Hace unos días fui a ver “La piel que habito”. A pesar que de que me gusta más el Almodóvar de los comienzos, el Almodóvar “pobre” que hacía actuar a su madre en algún bolo para ahorrarse gastos o el que armaba decorados con restos de los ’60, comprados en ferias americanas, este nuevo Almodóvar me resulta sumamente interesante y no me defrauda. Tiene todo el dinero de Hollywood puesto a su disposición para hacer una película de buen gusto, donde prosperan ambientes despojados de colores y de muebles, en contraste, empero, con muros cargados de cuadros que retratan cuerpos (y más que cuerpos, pieles humanas). Las obras, dispuestas en continuidad arrebatada de desnudos gigantescos, recuerdan el paisaje de una curtiembre, donde se amontonan por los rincones, cueros de animales en secado. La película en sí se resuelve dentro de la dicotomía “Despojamiento vs. Abundancia”. La obsesión de Ledgard por hallar una piel que no se vulnere, que no se estropee como la humana, lo subsume en una búsqueda desesperada y, por momentos violenta, que se convierte en meta irrenunciable (la piel que anhela la piel que perdió la piel) y lo lleva a abundar en medios para conseguirla (desde extraer la sangre de animales aún con vida hasta usar cuerpos humanos para los experimentos). En contrapunto está el despojamiento de los escrúpulos, de las barreras éticas, de los derechos personales a los que se debe avasallar en favor de la ciencia.

Relaciono con esta película, una frase de Borges, que aparece en “Atlas”:”’Yo quería ver el otro lado del jardín’, le dijo Wilde a Gide en los años últimos”. Me interesa el sentido de esta cita, esa intención de ver el otro lado del jardín, la otra parte de lo socialmente permitido. Almodóvar es un experto en esto. Ya lo hizo en “Todo sobre mi madre” con la obra de Tennesse Williams “Un tranvía llamado deseo”, cuando la protagonista asegura que siempre le había conmovido más que el personaje principal de Blanche, el de Stella, la otra mujer, la madre, la que aparentemente tiene una participación menor en la pieza teatral pero que a través de la mirada Almodovariana, se revaloriza y cobra un protagonismo parejo con el de Blanche. En “La piel…” Almodóvar regresa al otro lado del jardín con la figura de Ledgard, el médico trastornado por la muerte de su esposa en un accidente automovilístico. Es curioso: en los film de aventuras, asistimos a la construcción del héroe, la esperamos y la ansiamos, pero casi nunca reparamos en el nacimiento del científico loco. Somos partícipes del alumbramiento de la valentía, pero no del alumbramiento de la locura. En “La piel que habito” el médico plenifica su locura al crearse una piel y una mujer del tamaño de su osadía. Utiliza el cuerpo de quien lo arrastró a la venganza para “hacer” la mujer que perdió. La lógica es abusar del cuerpo que abusó de la mujer para reponer la mujer abusada.

En Frankenstein, Shelley nos hablaba del “hijo” como artefacto científico. El Moderno Prometeo es una criatura “creada” no “parida” ni “concebida”, ya que es un hombre armado con pedazos de otros hombres (por cierto también carente de una piel unificada y de una identidad intransferible e inmodificable). Un ser sin padre y sin origen, pura construcción de laboratorio. En esta película se presenta el género fabricado, no deseado o ambicionado por su portador, sino puesto a voluntad de otro, una manera nueva de sexualizar, de concebir sin crear, de hacer, condenando. Flamante costado de la construcción simbólica del género: el jardín que nadie quiere ver.

Hay otro lado desde donde el médico contempla su creación a través de las cámaras que ha puesto en el cuarto de la criatura; hay otro lado en el canción de Concha Buika cuando dice “quien me quiera amar, amará también lo peor de mí con ardor”, o “quiero ser la luz que besa la flor” (no la flor besada por la luz); hay otro lado cuando el protagonista dice “soy Vicente” y no tiene respuesta.

Finalmente Almodóvar nos obliga a la piedad, a matizar tanto horror y tanto exceso con el paño frío de la ternura: los hijos que regresan a la madre, al seno verdadero, aunque sea para morir o para seguir matando. Un maniquí en la vidriera donde se refleja la mujer que no se es, un traje color carne que no es piel pero que camufla la piel maldita, unas esculturas aniñadas que hablan de lo incompleto, un disfraz de tigre, son algunas de las esquilas que salpican de inocencia, la atmósfera de violación continuada que envuelve esta excelente película.