jueves, 25 de noviembre de 2010

Mujeres


Sostiene que esa costumbre de ir armando mujeres por la vida le quedó de cuando era un adolescente y les descubrió su misterio.
En esa época, las primeras citas tenían lugar en bares intensos de café y ruido de vajilla blanca. Entonces llegaban ellas con sus sonrisas, su ropa recién probada, sus pulseras de dijes y cadenas que sonaban en el aire. Él las estudiaba y componía una sola mujer entre todas. De esta, los labios; de aquella, el pómulo con el lunar; de la colorada, la nariz diminuta pero firme; de la morocha, unas arruguitas que se le hacían al sonreír. Todas tenían un lugar común: estaban incompletas. Por más que se esmeraran en ser totales alevosías de finura, algo les faltaba, en algún punto perverso se comenzaban a derrumbar. Entonces él organizaba el caos de los escombros. Sacaba aquí, agregaba allá, suturaba y abría, separaba y juntaba de cada una, la mujer a su medida.
Era tal su alegría, su egoísmo, al ver que podía fabricar una mujer especial con todas las mujeres del mundo que no veía el borde antes del abismo. En su ansiedad de creador empedernido, no alcanzaba a comprender que a cada una lo que le faltaba era, justamente, él.

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