domingo, 15 de mayo de 2011

La mujer aquella


Los vecinos comentan mucho sobre la mujer aquella. Dicen que sopla un viento de trigales por su pelo enagenado, por su porte de musgo y de vertiente.
Hablan de que convive con la fiebre humillante de la soledad; que anhela espacios, entre misa y misa; que deambula, estúpida o sabia, por calles y edificios como una promesa.
Recuerdan, cuando la ven lamerse heridas tan viejas como cartones centenarios, que una y otra vez, no fue así; que porfiadamente se abrazó al cuello de miles de hombres imaginados y por eso hermosos, para retenerlos en la huida y dejarse una parte de ellos en el pecho. Luciérnagas sombrías y difuntas.
Cuentan que arrancó cada foto, cada pobre retrato de los costados de su cama y los enterró bajo rosales convencida de que esos hombres alguna vez queridos volverían a ella como un globo de pétalos fragantes.
Le pega mal la soledad. La vuelve violenta y dócil, la pone restallante de risas y de lágrimas, de recuerdos como almíbar en la boca.
Habla sola y perdida. Escribe versos imposibles con la lluvia y los copia en papel de seda. Después, los deja en lugares prohibidos: confesionarios, hospicios y maternidades, hogares de retiro. A la par se enoja, bajo el sol de la siesta, porque las sombras que la cercan opinan sobre su delirio.
En mitad de su cordura lastimada, es libre.
Por eso la juzgan con el rigor de la piedra que cae al vacío.
Todos le huyen.
Casi con miedo.

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