sábado, 23 de julio de 2011

Juguetes

El caballero entró en la juguetería a comprar muñecas.

Esa tarde llovía copiosamente así que del ala de su sombrero caían gotas que hacían ruido sobre el mostrador de madera. Una gota, una pregunta. La encargada del negocio lo recibió con elogios porque se trataba de su mejor cliente. Una muñeca por mes; un mes para cada muñeca. Era una muchacha menuda, de voz aflautada y ojos sonrientes. Le mostró con empeño de buena vendedora, las últimas que habían recibido. De celuloide, vestidas de broderí, con pelo natural y moños de seda.

No convencido aún, el señor mayor siguió revisando estantes llenos de puntillas y miniaturas. Parecía no hallar lo que buscaba. La empleada comenzó a impacientarse porque con el paraguas, el cliente le estaba mojando un cochecito cargado de osos y perros de felpa.

Entonces el hombre se paró en el estante de las recién nacidas. Mamaderas o chupetes de colores tapaban caras angelicales que conmovían a cualquier desprevenido.

-Esta quiero.-dijo alzando una que le tendía los brazos para recibirlo.

La empleada asintió feliz porque había elegido la más costosa, la que venía con un cambiador de raso y una muda de ropa tejida en hilo. Apreció que el extraño tenía buen gusto y no se fijaba en el precio de los objetos preciosos cuando se decidía a comprarlos.

-¿Se la envuelvo?-preguntó la mujer cortando de un tirón una hoja de papel rosado.

El hombre dudó, se quedó un instante mirando la muñeca, como pidiéndole permiso, autorización para estudiar toda la vida en un gesto.

-No. La llevo así.

Había dejado de llover. Así que no esperó que se pusiera un abrigo. Le extendió una mano vieja pero firme para que lo acompañara.

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