sábado, 6 de agosto de 2011

Caballos


La mujer no sabía ser feliz en la casa grande. La amedrentaban las columnas encaladas que se sucedían como custodios ante la puerta de ingreso, o los jardines que de tan cuidados se antojaban irreales. El orden, la perfección hecha verde y cemento, la distanciaban de toda tibieza, haciéndola una intrusa en aquel territorio sin daño.

Recorría las habitaciones con la escasa dulzura con la que recibiera los acontecimientos notables de la vida: el matrimonio, los hijos, alguna enfermedad pasajera, puntual, el disfrute de los primeros años del amor. Nada la retenía en ese mundo con olor a campo y a pasado.

Salvo el sueño de los caballos.

Ni bien se apagaban los faroles del parque y un silencio invasor comenzaba a aplacar los rincones ruidosos de la casona, ella era dichosa. Un instante después de cerrar los ojos, aparecían. Hermosos, insolentes. Irrumpían llenando de rumores las sábanas, sacudiéndose, sin respeto, contra el mobiliario cuidado y frágil de las habitaciones. Dorados por un sol furioso, de veranos no vividos, volteaban a corcovos los muebles y las cobijas, jugaban en la luz de los espejos, se excedían en golpes contra el cuerpo durmiente del marido.

Sólo verlos en sueños, y las ansias irresponsables por subir a uno de esos animales sórdidos, por salir disparada hacia la mañana imposible que les lustraba las crines, volvían a acosarle el pecho.

Cada mañana el marido la encontraba acurrucada y sonriente. Entonces la despertaba presuroso.

-¿Qué pasó?-preguntaba ella.

-Pasó otra vez. Soñabas con los caballos.

En otros días, antes de que el despiadado orden los olvidara de ellos, la mujer le había contado al hombre su sueño simple, ingrato. Los caballos entraban a la casa, la venían a buscar y justo cuando ella se decidía a seguirlos, debía levantarse.

El hombre en aquella ocasión la miró, le pasó la mano por el mentón con dulzura y siguió leyendo. No hablaron más de las pesadillas. Ella pensó que su marido había olvidado el relato. Sin embargo, por la mañana, él preguntaba al verle ese rostro plácido, de conquista o de libertad interrumpida.

-¿Otra vez los caballos, no?

-Si. Otra vez.

Lo preocupante era que el sueño no la demacraba ni la entristecía. Más bien la hacía ver plena el resto de la jornada. Al marido le preocupaba el ardor nuevo en los ojos de ella, la hermosa fatiga que devenía de cada pesadilla para él decididamente peligrosa.

Tras arropar a los hijos, tras besar una y otra vez el cuerpo del hombre que sí la quería, dejaba que los caballos entraran en su noche, a extraviarla en un rito de sudores y cascos soleados entre alfombras y vidrios.

Uno de los potros, aquel diseñado en antracita, se detenía a esperar que la mujer lo montara para llevarla lejos, al lugar donde los potros desbocados encontraban calma. Pero la voz de su marido deshacía al animal como quien acerca una antorcha a un cuadro.

-¿Estás bien?

-Si.-respondía la mujer.

Le resultaba tan fácil ser egoísta en esos momentos. Sentirse dichosa sin razón alguna, por esos sueños suyos que el hombre espantaba con desaliento y apuro únicamente porque no los comprendía. Era tan íntimo el regocijo de crear su propia felicidad, sin necesitar a nadie, sin que fuera imprescindible que otros estuvieran para que la alegría sea toda en las manos.

Pasaron años. La mujer fue endureciendo su andar de juventud, el hombre peinó canas, dejó crecerse un vientre de buena vida, demoró sus lecturas o las abandonó definitivamente. Llegaba un tiempo en que las historias escritas por otros dejaban de interesar y, entonces la monotonía más aplastante se volvía fantástica. Los hijos se fueron del campo, de la realidad de sus padres para crearse la de ellos, la que fueran capaces de sostener para siempre.

Una noche, durante la cena, el marido preguntó:

-¿Fuiste feliz conmigo?

La mujer no supo que contestarle. Le dio un beso en la frente, lo tomó de la mano y lo condujo al dormitorio.

Se desnudaron como lo hicieran tantas veces, durante los años que congeniaron en esa costumbre. Se vieron las espaldas curvas y carnosas, los senos iguales de ella, el vello oscuro y abundante de él, la cicatriz de las dos cesáreas, el lunar color chocolate, la edad de aquellos desnudos impúdicos y por eso hermosos, toda escrita en la piel como en un pergamino.

Ella lo abrazó. Él respondió a su abrazo como un niño. La mujer le hizo un lugar o él improvisó el nido de siempre entre dos pechos blandos. Se pertenecieron con sigilo hasta la fatiga.

-Mañana, no me despiertes.-le susurró ella, después.

El hombre asintió con los ojos cerrados.

Fue tan largo el reposo de la mujer esa noche. Tan lleno de texturas fantásticas, de arrobamientos. Estaba la imagen del pasto y del barro manchando las paredes. El sudor y el aire aventado sobre las magnolias comprimidas en el florero de la cómoda. Fue tan irremediable y por eso mismo natural, la acostumbrada entrega de los objetos a la destrucción de la estampida, que la mujer no se sorprendió cuando abrió los ojos, lúcida, más despierta que nunca, y vio que el potro negro, el que estaba al final, para cerrar su sueño, llevaba a un hombre en la grupa, igual a su marido, que le guiñaba el ojo antes de perderse en el aire quieto de la mañana.

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