miércoles, 28 de abril de 2010

El baño


Las esclavas se preparan para la llegada de su señor. Se prueban trajes implacablemente finos y se untan la piel con aceites olorosos. Unas, danzan en la espera; los senos vibrantes en cada giro, el cabello sobre las espaldas nacaradas. Otras, se adormecen al compás de la música que toca un ciego en el rincón. Es riesgoso tocar música en esos días porque al que mejor lo hace, lo mandan cegar para que armonice con su arte el baño de las doncellas. Nadie puede ver a esas mujeres hermosas, excepto el señor. Por eso el músico lo único que conoce de ese sitio es la sutileza del aire oliente a cosméticos y a risas discontinuas de muchachas. Hay, sin embargo, un goce oculto en eso de no ver lo que se mueve en torno; una alteración de la armonía habitual, un desacomodarse de la lógica. El ciego pulsa una y otra vez las mismas cuerdas y los sonidos se expanden como una brisa sonora, como una propia voz escalando muros de pedrería.
De pronto, la más joven de las mujeres se acerca. Es audaz porque es inocente. Todavía tiene ese gesto de recién traída que conmueve. Es, ella lo ignora, la que ha capturado el corazón de su señor, la favorita del hombre más temido del mundo. Por eso los regalos y las perlas que le da cada vez que la tiene delante, simplemente para premiar su sonrisa y la curiosidad con que arquea las cejas ante una pregunta. La muchacha que se acerca al ciego, lleva una flor roja en la mano y no baila como las otras. Sólo detiene sobre las cuerdas la mano del guitarrista y le da la flor, un obsequio aterciopelado y frágil, un gesto noble ante tanta belleza desprendida de ese instrumento. No saben que ya están enamorados, que ya se pertenecen.
Después el ciego sigue con su música. Y mientras la muchacha regresa a sus paños y habla con las otras de lo que le traerá su señor al regreso del viaje, el músico acaricia la flor y cree verla con el roce de los dedos.

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