miércoles, 28 de abril de 2010

El nido


Tenía el vello de las axilas como nidos de palomas. Una suavidad acolchada, oscura, donde reposar el mentón al momento de amar; una cavidad llena de oscuridades pilosas que invitaban a dormir, allí, en la profundidad de una metáfora de pelos. Era lo más lindo que tenía. Eso y la voz que gustaba acariciar el oído mientras terminaban de hacer el amor. Era un sexo tranquilo el de ellos, con música en portugués y cabezas reposando en el pecho del otro. Y aunque eran dos hombres desesperados, no perdían su condición de guerreros, su asalto de batalla en el estampido de la ternura.
Por eso, cuando el amor se terminó, el que amaba esas axilas de nido, colgó el teléfono, se sentó en el suelo, ovilló la cabeza entre los brazos buscando el calor que se iba, copiándolo aunque fuera de memoria, sin llorarlo, sin dejarse doblegar por la furia. Se permitió caer en sí mismo, imaginando unos brazos en cruz donde proyectar el juego que los convocara. Y se convenció, no tenía remedio, que se habían olvidado como esos guerreros después de la batalla.

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