jueves, 29 de abril de 2010

Los visillos


En París, en el hotel de los inválidos, hay una carta. Con letra temblona, suave, una joven le escribe a su novio que pelea en un campo de batalla, palabras de aliento. Si bien las frases no son notables, apenas esbozos de un amor maltratado por la distancia y la ausencia, hay luz en ellas, un sol que calienta los viejos pasillos del museo. Ese tenue asombro ante la vida del otro, ese miedo de perderlo, esa memoria del amado que se espera, son una mirada sincera sobre la eternidad de la magia. La carta habla, porque calla, de besos y almuerzos compartidos, una mesa de pino bajo una galería, el vino en una jarra transparente, un vestido de flores azules, una gorra de uniforme colgada en el respaldo de la silla. En el enrejado de la letra manuscrita aparece el aire del campo, los tiestos con lavandas, la tela inflada de un mantel y las caras empurpuradas de risa. Todo y más. Eso y lo otro. El pedido de prudencia, la decisión de no tocarse hasta estar juntos de nuevo, el aséptico rechazo del olvido. En la gramilla habrán quedado los huesos y las flores, el miedo de matar, que no es cobardía, sino simplemente un gesto heroico por la vida. Habrá quedado un joven de cabellos negros y ojos grandes, el cielo todo junto en ellos, casi tocando un papel en su bolsillo, casi rozando una mejilla en el mediodía de verano. En otro lado, no muy lejos, en otro tiempo, una mujer entorna los visillos de su dormitorio. Besa un retrato, se duerme, escribe cartas, vive.

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