miércoles, 28 de abril de 2010

Una pared


El dolor comenzó con los jadeos. O tal vez antes, cuando llegué al cuarto que daba a la calle de los tilos. Pagué un precio modesto por el alquiler y traje algunos caprichosos recuerdos de mi hogar: una estufa de bronce, unas copas, un jarrón verde de opalina, una lámpara de hierro.
La primer noche que dormí en el lugar los escuché detrás del muro haciendo el amor. Cierto golpeteo contra el revoque, un suspiro ahogado de ella, un quejido de él me anunciaron la rutina.
Fue como si por esas casuales prontitudes yo estuviera elegido para pensarlos, para cargar con el dolor de saberlos.
Hubo también encuentros a la siesta pero no fueron los más frecuentes. Sin embargo, en esas escasas donde los precipitó el amor yo los imaginé tendidos, uno sobre el otro, respirándose, con el sol encima y la cortina de flecos entrecortando de sombras el movimiento.
Lo que más dolía era saberlos hermosos. Porque lo eran. La muchacha de piel clara y cabellos rojos subiéndose al muchacho de la barba escasa que a su vez le hurgaba despacio el elástico del corpiño.
De día me los cruzaba en los pasillos. Me miraban sin darse cuenta que yo los conocía desde antes de aquellos saludos rápidos que nos detenían las miradas en el frío del palier. Una vez ella me preguntó algo sobre los gastos de mantenimiento del edificio. Yo le contesté con una seguridad desconocida, con la intensión de serle útil aunque más no fuera desde la trivialidad inequívoca de los buenos vecinos.
Pero en las noches, los jadeos volvían. Y con ellos una guerra vaporosa atravesando el muro.
Entonces yo los comenzaba a pensar. Diagramaba las posturas, los arcos, las piernas en las piernas, meticulosamente los pies en las bocas, los besos en las ingles, delicadamente la descarriada grandeza de los susurros enterrándose en las almohadas como juguetes en un desván.
Me atrevía a diseñar cosas inmortales como la saliva detrás de las orejas, el pellizco de los dientes, la bravura de una rodilla hincada en el colchón.
Recuerdo una disputa pasajera. Procuré desde mi cuarto imaginar los detalles más ciertos. La mano en los cabellos, el balcón, la tela del vestido desgarrada a la altura del hombro. Seguramente un refresco en la mesa de noche, el calzado al pie de la cama, las voces deformadas por los gritos.
Y no los olvidé más hasta que la pelea sobrevino en jadeo. Allí sí los vi ampollando el silencio como en revancha. Forajidos inmóviles que agredían su compañía y mi soledad con cada encuentro.
Desde ahí, vaya curiosidad, los crucé habitualmente en las escaleras, pero no los saludé. Me obligué a no mirarlos. Los sentí mis enemigos y esto me ayudaba.
Comencé a temerles.
Porque alcanzaba con oirlos del otro lado de la pared en su ahora macabro ritual de amor para que las imágenes que yo había forjado volvieran. Y con ellas las posturas, las agitaciones, prismas de luz descomponiendo los cuerpos en fragmentos iguales contra el espejo que los reflejaba y los satisfacía. Retornaba lo que yo, de una vez, quería matar, haciendo difícil ese acto remoto de destrozarlos.
Entonces comencé mi indignidad. A mi indiferencia se sumó cierta escasa ironía engordada por algún que otro comentario procaz referido a los ruidos que me molestaban.
Al principio no lo notaron pero la recurrencia se termina por familiarizar con el asombro.
Una tarde le palmeé el hombro al muchacho y ella se sonrojó. Dije algo de los embarazos no buscados, de los niños solos. Temí que él me golpeara o que ella se echara a llorar.
Finalmente hablé con algunos vecinos. Me movía guiado por una fuerza distinta, vengadora. Hablé con una de esas mujeres grandes, aterradas por la impudicia, que viven abrazadas a perros pomeranias o a gatos. Después con un padre de familia. Después con un sacerdote que visitaba a una enferma en el piso de arriba. Todos estaban al tanto de los sonidos. Todos de alguna manera los despreciaban.
De pronto ellos me esquivaban.
Lentamente, ante la pluralidad de testigos, los culpables de la intranquilidad fueron ocultando sus delitos. Se escondían, lo presentí, se tocaban en otros sitios, se buscaban indolentes alejándose de la pared que me cobijaba.
Hasta que cargaron sus muebles en un camión chico y se fueron. Nadie los miró al irse. Nos habíamos confabulado para esa partida.
Unos días mas tarde le pedí las llaves a la dueña y entré en el departamento. De memoria me dirigí al dormitorio. Era como si yo hubiera estado viviendo siempre allí. Había olor a cigarrillos y a muebles corridos.
Cerca de la puerta de ingreso, lo mismo que una marca de guerra, vi el yeso faltante a la altura de la cama en la pared que me pertenecía.
En un impulso instintivo, casi de sobreviviente, pasé la mano por esa lastimadura blanca. Mientras mis dedos dejaban en la aridez del revoque una caricia fatal, como de algo al mismo tiempo recobrado y perdido, quise justificar los actos que seguirían a esa revancha.
Porque no era el saber que no sonarían más golpeteos en la noche para ser imaginados, lo que me hizo pensar en la derrota, en la inutilidad de la pelea.
Más bien el gesto de tocar el muro surgió al percibir que del otro lado, en mi cuarto, no había más que el zumbido del viento, la percusión de la soledad como una campana.

2 comentarios:

  1. Felicitaciones por el cuento, felicitaciones por el blog, felicitaciones por tanta imaginación y tan excelente manejo del idioma.
    Te abrazo, Norma

    ResponderEliminar
  2. Miguel, no soy amante de la lectura, pero tus escritos me encantan!!!
    La verdad no sabía que escribías y mucho menos que lo hacías tan bello. Te felicito y ojalá todos tuvieran el placer que tengo de conocerte y puedan descubrir el ser maravilloso que sos. Te quiero...
    María José Cerdá.

    ResponderEliminar