viernes, 7 de mayo de 2010

La espera


De la espera le había quedado la forma de hablar, de sentarse, de mirarse en el espejo para repasar su ropa sacando invisibles pelusas y cabellos de las solapas y los puños.
Había aprendido a decir ”sí” con vehemencia y a recalcar las palabras con un dejo de suave humildad que ni él mismo se reconocía. En fin, a fuerza de esperar su revancha, se acostumbró a oler en el aire la presencia de un enemigo, a truncar el ascenso de cierto joven prometedor que tenía fama de inteligente entre sus superiores.
Los dejaba que creyeran que él era inofensivo. Se les hacía amigo, aconsejaba, indicaba a los ingresantes cómo comportarse entre los jefes para agradar. Era persuasivo desde esos gestos puntillosos y soberbios que a fuerza de posarse en las maneras terminan por parecer indiscutiblemente honestos.
Lo único que nunca pudo superar era esa mirada fija de los jefes ante un error suyo. Un jefe lo mirada y él sentía que su mundo se derramaba como un líquido amargo, convirtiéndose en una sustancia que patinaba por las manos, yéndose hacia su irremediable extravío.
Pasaron muchos hombres por la gerencia hasta que le tocó a él. Se dejó humillar muchos años, se dejó avejentar el traje y el odio como una ropa apolillada. Se hizo previsible ante la risa ajena. Su voz se tornó para la oficina como un eco de humo.
Le preguntaron si quería ser director de la planta. Todavía puede escuchar esa palabra gruesa, prepotente, indefectiblemente superior. Todavía puede ver las baldosas y la parva de carpetas encima de su escritorio, el dedo sucio de tinta, la vista perdida tras cada foja. Hasta puede sentir la mano pesada en el hombro diciendo que era el más indicado, el que más le había dado a la empresa, mientas los demás compañeros se codeaban o reían tapándose con las tazas de café sabiendo que ese logro no era más que el remanente de una paciencia desenrollada hasta el momento quieto de las decisiones.
Entonces se acomodó el saco y tomó un papel de la impresora antes de contestar lo que ensayara tantos años.
Un “no” claro, limpio, distinto a todos los “no” que había escuchado en su vida se respiró como un aire nuevo, rechinó en la mampostería del edificio, se coló por los tubos del aire acondicionado, se deshizo de rabia y tibieza contra las habitaciones, para asomarse, finalmente, en el texto breve de su renuncia que la hoja dejaba adivinar encima de todos los legajos.

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