domingo, 5 de septiembre de 2010

Narciso


Eran hermosos. Él era alto y él también. Con las manos suaves, los dedos tibios, la alegría y el agua de lluvia corriendo entre ellos. Los buscaba el aire para repetirles sus hermosuras. Era menester la repetición y la cadencia para confirmarlas.
Él comía de la boca de él las suculentas viandas del placer; se abría paso, lengua a lengua, hacia el centro, donde moraba la sed más saciable. Y se colmaban hasta otro encuentro, hasta la próxima sed.
Él caminaba los pasos de él en la arena mojada. Las huellas desgarraban sus tibiezas en una perduración de espumas. Y él escribía el nombre de él en la playa olvidando el propio hasta que él lo escribía junto al suyo.
En fin, fueron hermosos hasta que alguien rompió el espejo, clausuró el mar, sofocó los reflejos y los resplandores que miran. Y el hombre estuvo definitivamente solo en la tierra.
Sin él.

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