martes, 31 de agosto de 2010

La cena


Su madre, inevitable y maravillosa, le había enseñado a cocinar platos exóticos. Esa mujer distinguida que sabía elegir sabiamente las mejores guarniciones para acompañar carnes rojas o blancas, que hablaba de sus postres enredando los dedos en collares de perlas o se perfumaba como para ir a una cita cada vez que se disponía a organizar un almuerzo, lo había iniciado, sutil aunque implacablemente,en el arte del buen comer. Sus consejos eras precisos: comprar todo fresco, las frutas sin machucones ni marcas, la verdura de hoja vibrante y verde, los condimentos importados, las mieles como un cordón de oro y los caldos, sahumando el aire con tibiezas nuevas. Recomendaba no dejar de compartir con alguien las viandas exquisitas. Por eso aquella noche había invitado a cenar a la acuarelista que conociera meses antes en una muestra. Se trataba de una muchacha retraída pero alegre que lo había enamorado con comentarios irónicos, despiadados, sobre la obra de sus colegas. Como su madre que siempre estaba criticando los platos ramplones de amigas y sirvientas, o se reía a carcajadas ante el hojaldre apelmazado de una torta de bodas o al leer la receta horrible de una quiche lorraine que le pasara una vecina. Él amaba las mujeres irónicas. Esas que nunca hablaban sino fingiendo o echando la cabeza hacia atrás cuando algo las tentaba. La acuarelista tenía esa costumbre. Estaba sola, sin familia, sin amigos y era hermosa.
Se había puesto un delantal impecable que cubría su traje gris y sus zapatos de Ferragamo. Así dispuesto preparó los ingredientes. Peló ajos como lunas amarillentas, cortó verduras, sazonó salsas y cremas. El vapor de las cacerolas dejaba en el aire restos de apio, de jengibre, de cebollas.
Cuando la invitada tocó el timbre sintió una excitación repentina. Siempre le pasaba con las mujeres, cada vez que decidía hacer honor a la memoria de su madre el corazón se le aceleraba, una cobardía breve le llenaba los gestos. Era inevitable. Así pálido y dudoso, hizo entrar a la muchacha que le sonrió mientras él le ayudaba con el abrigo. No se sintió seguro después de oler ese perfume delicado, como a lilas que le salía del cuello, o de besarla larga, lentamente en la oscuridad del zaguán. Más bien la seguridad llegó después, cuando aquel golpe certero en la sien con un objeto de bronce, la hizo caer en sus brazos, deliciosa, como un ramo de albahaca fresca. Él la alzó y la llevó a la cocina donde la prepararía con alcaparras y endibias.
Como le había enseñado su madre.

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