viernes, 8 de octubre de 2010

El hombre más amado


La muchacha mira al hombre que amará para siempre. Lo ve trajinar entre las plantas del parque, los hombros enormes, un largo latido de vida que se preanuncia en un traje recto, impecable encima de la claridad. Él no la mira. Basta saberla para tenerla cerca. La indiferencia hace estragos en la muchacha que lo ama sin entender, sin poder admitir que eso de siempre es, definitivamente, amor.
El olor de las rosas es tan intenso, tan extendido entre ellos como si buscara apoderarse de los cuerpos, contagiarlos de amplitud, de cólera, de arrebatos. Las rosas y ellos dos. No se necesita nada. Por momentos el hombre arregla su sombrero y la joven se corrige el moño de las trenzas. Por otros el hombre se distrae con una abeja que ella le ha enviado para ganarse la distracción, el calmado anhelo de ser atendida.
Quizás si no estuviera, quizás si se marchara pronto, lejos de aquél que la domina, que la seca por dentro con una sonrisa, la vida sería tan fácil, sería tan desobligada. No existiría esa pena que siente en el pecho, sin origen, perpetua ahí, desde ese hombre cuyas caricias esquiva. Porque basta que él le acerque un gesto desnudo, una lástima de dulzura, para que su niña lo rechace y reafirme la dependencia: necesita dolerlo para estar feliz.
-¿No vas a casa de las chicas?-interroga el hombre desde las flores. Lo amará hasta cuando quiera odiarlo, hasta cuando sea necesario dejarlo morir para creerse libre. No sabe que está condenada. Por eso responde, sin miedo.
-No. Hoy me quedo con vos, papá.

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