viernes, 15 de octubre de 2010

La daga latente


Me ha pasado de no tener mayor conversación con una persona, salvo la de rigor, y sentir, sin embargo, en esa circulación de energía afectuosa, los preanuncios de una amistad posible. Con Enrique Butti nos cruzamos ocasionalmente, en la presentación de algún libro o en alguna muestra, y siempre nos saludamos con cortesía pero recién mantuvimos una charla sustanciosa, referida a la literatura, hace apenas unos meses.
La primera vez que lo escuché fue en una conferencia que dictó sobre Orlando Furioso de Ariosto. Yo era un adolescente que trajinaba encuentros literarios tratando de encausar búsquedas creativas, consumiendo glotonamente cualquier actividad que tuviera relación con el mundo de las letras al que consideraba mi territorio definitivo. Por eso, cuando mi profesor de taller literario me pidió que lo acompañara a la charla, acepté encantado. De Ariosto, por ese tiempo, no conocía más que el nombre, así que, de los dichos del disertante, me quedaron conceptos vagos y el recuerdo de su remera anaranjada con rayas negras, que abochornó a mi profesor y que a mí me pareció un acto de irreverencia encantador. Estamos hablando de Santa Fe, una ciudad chica, donde cualquier actitud que maltrate lo previamente establecido como “serio” es considerado, y por esos años lo era más, elemento de censura definitiva.
Sonará anticuado pero soy respetuoso de algunas formalidades, me gustan esas gentilezas. Ni bien tuve los primeros ejemplares de mi libro “Llueve en Arizona”, los envié a distintos diarios y revistas literarias, sin esperar comentarios halagadores ni creando obligatoriedades, sino, más bien porque me parece que en la actualidad, donde todo funciona desde la velocidad y el desarraigo, tener ciertas deferencias hace al gusto y a la buena educación. Entre los sobres que mandé a “El litoral”, uno, iba destinado a Butti. Pasaron varios días hasta que recibí la llamada de Enrique, invitándome a cenar en su casa, ese miércoles. Una frase muy manoseada pero rotundamente cierta dice que las casas hablan de quienes las habitan y en el caso de Butti, su casa es como él: divertida pero señorial, parece una muchacha que sonríe detrás de un sombrero, sin mostrarse, atajándose los ojos del otro. Tiene un gran salón atestado de libros donde perfectamente se podría servir un banquete con baile incluido. Pero para llegar a esa sala enorme se debe traspasar un pasillo, con las paredes cubiertas de fotos antiguas, retratos familiares que miran a los visitantes con ojos serenos, encargados tácitos de aceptar o no a las visitas. En la mesa del comedor había una pila de libros entre los que estaba el mío y otro de la fascinante Clarise Lispector. Fue una velada llena de poemas y de anécdotas cotidianas sobre este breve mundillo literario santafesino que siempre da material de charla. Enrique se acordaba de cuando yo escribía sonetos, y me recitó unos versos de Leopardi, traducidos por él, donde el dolor y la frustración románticos se diluyen en noches, soledades y recuerdos perdidos. Me leyó trabajos de algunos poetas desconocidos para mí y coincidimos que la poesía era el más acabado concepto de arte: quien hace poesía, completa un ciclo, envuelve, en pocas palabras, el recorrido de una pasión. Hablamos de mi libro, de algunos cuentos que lo perdieron, de los rituales solemnes y fatales de Olga Orozco, de las “bobadas” de Madame Bovary, del silencio.
Cuando ya me iba, me obsequió su libro de cuentos “La daga latente”. Butti imprime una confortable inquietud a su cuentística. Estas historias “casi policiales”, como se las llama en la contratapa, resultan construcciones tan extrañas que exceden el acontecimiento vertebrador del relato; asesinatos, robos o estafas pasan a un segundo plano a partir de la relación obsesiva que se entabla entre los personajes. Toda vez que hay un secreto entre dos personas, surge el temor a ser descubierto. Ante ese temor, los actores asumen un rol de maestro y de discípulo, orillando, en ese juego perverso de dependencias, la abnegación y el misticismo. En el primer cuento “La daga y su eco”, el negro no busca explicarle al cieguito la luz, sino las sombras. Sin alejarlo de su realidad de tinieblas, procura que el ciego entienda el mundo desde sus oscuridades. Tan bien lo hace que el crimen se resuelve por esas “oscuridades” y no por las “luces” que puede arrojar la investigación de la policía. En estos cuentos hay alguien que enseña y otro que aprende: el cieguito respecto del negro (“La daga y su eco”), el retrasado respecto de Angelito Galán (“Artistas de andurriales”), el chongo respecto del gordo (“Del poder de la música”), el protagonista respecto de Idelino Cuello (“El rancho en la isla”). Pero en ese intercambio lo curioso no es el cómo sino el qué. ¿Qué se enseña?, el que sabe, ¿enseña sólo a percibir una realidad o a ir más allá de esa realidad para armar una venganza? A través del lenguaje revelado, el aprendiz consigue mirar como el muerto, ser el muerto, su extensión y reconocer por esto al asesino.
Formalmente, el cuento inspira una sorpresa. El lector se conduce por la narración anhelante de ese sobresalto final. Los mejores son aquellos que, pasado el abrupto desenlace, dejan al desnudo lo perenne de la historia, esas sutilezas que quedan luego de las borrascas. En una primera lectura, el atractivo y confortable pasaje esperpéntico de personajes que rayan el ridículo y la charanga, no me dejaba ver ese sentimiento brutal que sobrevolaba las historias, pero en la relectura, descubrí que es la lealtad, simple y llana, lo que perdura detrás de toda la sordidez de lo contado. Los personajes de Butti son leales porque aman con la entrega total del discípulo al maestro, ese que al saber más sobre la vida, tiene potestad de exigir ser amado.
Entonces todo me cerró. Como la víbora que se come la cola o como el título del libro que deviene de la unión de los títulos del primero y del último de los cuentos, la sucesión arbitraria de acontecimientos cobraba sentido para mí. Desde la disertación sobre Ariosto, a la que asistí acompañando a un maestro, donde advertí la otra forma de enseñar literatura que proponía Enrique, hasta la cena, cuando vi las fotos de quiénes a su manera, fueron guías de “La daga latente”. Comprobé que no era, que no habría sido casual de ningún modo la aparición de Leopardi en el encuentro, ese poeta italiano que se obsesionó en resolver la atroz contradicción entre lo que queremos ser y lo que finalmente somos; ni era, ni sería casual esa latente violencia del libro de Butti que hoy comento, que llegaba, años después, en respuesta al tímido adolescente que fui, que no se animaba, por respeto, por admiración o por lejanía, más que a saludar a su autor con un movimiento de manos.

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