El hombre alto habló de lejos su soledad de ciudad grande. Los pájaros, los edificios, hasta la luz tienen ahí una calma equívoca, un sesgo de ira que no de ja quererlos.
Desde el campo, el otro se dejó llevar por la queja. Cuando el alto acabó de sufrir, el hombre bajo habló de la tarde plomiza y sofocante, de la inercia de las horas, del aire estancado que entraba por los eucaliptus.
Ninguno habló de verse. Ninguno, de cambiar de vida.
Pues así somos, diría un mejicano, somos hasta con nuestras quejas que son la música de nuestras raíces más viejas. Abrazo.
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