sábado, 30 de abril de 2011

El postre de cumpleaños- Última entrega

(“Déjame que llore crudamente/ con el llanto viejo del adiós…”)

Los primeros en llegar fueron los Sánchez Villa. Celeste Méndez de Sánchez Villa le alcanzó a Rosario un envoltorio con masas, que traía, cumplidamente, de chocolate y de crema, "para después de cenar". Ella era una de esas señoras perezosas para todo. Cada acto lo hacía dando un ligero suspiro de fastidio o de indiscutible cansancio por el mundo. Él por su parte, le tenía fobia a los pájaros enjaulados, le resultaba imposible hablar rápido y odiaba las reuniones de amigos, salvo la que daba Fuentes una vez en el año. Sus actitudes y maneras tenían algo indefinido, similar a la de un tímido que busca la disculpa. Para él daba lo mismo hablar del tiempo o de la crisis política en Medio Oriente. Abordaba las discusiones, sin fuerza ni pasión, sobrevolándolas como un colibrí sobre las flores. No era un ignorante. Al contrario, estudiaba los temas recientes y los viejos con ahínco de catedrático. Pero en el momento de aplicar eso que sabía en una conversación interesante, se conformaba con agregar comentarios sin valor, sin contenido aparente.

-¿Leíste los diarios de hoy? Yo no tuve tiempo.-le preguntó Fuentes sirviendo un whisky para él y otro para su amigo.

-Yo sí. Viene dura la mano.

-Y..., esto se resuelve con un plan económico más sólido, ¿no te parece?

-Sí.

Rosario y Celeste hablaban en la cocina. Elogios de todos los años y comentarios más que oídos se repetían obsecuentes.

-Vos sabés que el día no me ayudó para preparar la crema de frutillas.

-¡Qué lástima! ¡Y justo a vos Rosario que te sale tan rica! Yo siempre le digo a Claudio: no hay como la cocina de los Fuentes. Si bien una sola vez en el año se disfruta, vale la pena. ¿No es cierto que te lo digo siempre?

-Sí Celeste.

-Mi idea, le decía a Fuentes, era invitarlos más seguido, hacer reuniones más continuas ¿no? Pero, vos viste, esta casa es tan chica y además, no todo el mundo puede venir cuando uno dispone. Así dejo firme el 3 de febrero y los invitados no faltan.

-Son lindas las reuniones de amigos.-Claudio Sánchez Villa curvó ligeramente los labios para decir esa frase.

Rosario tomó un vaso de la mesita de las bebidas y se sirvió lo habitual en las reuniones: Martini seco. Fue la única que contestó al comentario de Sánchez Villa.

-Son lindas cuando uno está contento.

-Decime Horacio ¿vos tenés material referido al arte precolombino en América?-preguntó Celeste desde el otro sillón.

-Si. Debo tener algo en la biblioteca.

-Porque yo me acuerdo que vos coleccionabas unas fichas que venían en unos libros de tapas duras...no hace mucho de esto...

-Pero Celeste, ya te dije que yo te iba a buscar material.-dijo Claudio incómodo con el pedido de su mujer.

-Unas amigas están haciendo un trabajo sobre las culturas americanas y necesitan algo sencillo pero claro respecto a eso.

Fuentes se dirigió hasta la biblioteca.

-Acá deben estar esas fichas. –Dijo mientras sacaba el material del estante.-Son bastante claras. Tienen lo justo, es decir, son a título ilustrativo y nada más.

Fuentes tiró del cordón que mantenía cerrada la carpeta

-¿Ves? Acá tenés los mayas...con láminas y todo.-los papeles crujían al volverlos uno a uno sobre sí-los incas... ¿Mirá este paisaje?...

Un papel amarillo plegado con apuro que cayó de entre las láminas y las fichas. Fuentes lo levantó.

-Es que tenés de todo Horacio acá en la biblioteca.-dijo Celeste.

-Fuentes debe ser el tipo que más obras de arte tiene en la casa.-la voz de Claudio llegó lentamente desde el living.

El timbre se escuchó otra vez. Eran los Aguirre Suárez, matrimonio, este, verdaderamente interesante de ser visto y estudiado. Los dos parecían viejos. Lo habían sido hasta en la juventud. Los dos, feos. Los dos, gordos, alevosamente gordos. Los dos, tristes y vencidos, notablemente infelices. Lina Martínez de Aguirre Suárez era propietaria de una tienda de productos dietéticos. En ese lugar se refugiaba a comer. No le importaban las ventas puesto que le sobraba para vivir. Ella necesitaba ser dueña de un negocio que le permitiera engordar con calma, sin sentirse completamente culpable. Por eso había comprado una dietética, en la cuál podía encontrársela despachando clientes con la boca llena de frutas secas, de higos de Esmirna, de dátiles, de bombones de mandioca, de nueces y avellanas que se hacía traer especialmente descascaradas y prontas para su ingestión. Cuando recién la conoció Fuentes, se maquillaba mucho. Ahora circulaba por la vida a cara lavada y resultaba patética. Sobre una piel rota, las arrugas innumerables le custodiaban los ojos, los párpados hinchados de grasa, el labio inferior vencido por el peso de tanta conseja referida a los beneficios naturales de las castañas de Cajú en ayunas y del glúten en arrollado. Esa noche tenía un vestido lila, de encaje finísimo que se le arrollaba sobre el vientre y ella permanentemente estiraba hacia abajo. El marido de Lina, Martín Aguirre Suárez, era ingeniero naval. Hombre de dinero por sus trabajos para el gobierno, había recibido condecoraciones y premios en su profesión. Era un poco más buen mozo que Lina, pero no tanto para dejar de ser feo. Gordo, gordísimo, su entretenimiento habitual era el de engañar a su esposa con cualquier mujer que pasara por la calle. A todas les regalaba un viaje a algún lugar del mundo. Después, las dejaba. Con una secretaria visitó Grecia. Con otra, Holanda. Con su contadora estuvo en India y con una modelo recorrió Rusia. Sin embargo, dentro de su seriedad y sus modales correctos, quedaba algo de aquél Martín Aguirre Suárez con el que practicaba remo en el Club. Todavía recordaba Fuentes cuando iban juntos a la cancha o al puerto a ver barcos y Martín le decía: "alguna vez voy a diseñar uno mejor que estos". No habían tenido hijos. Intentaron. Hicieron estudios interminables pero Lina nunca quedó embarazada. Eso inauguró la época de la indiferencia para ellos que se marcó después de un viaje a Chile a ver otro especialista. "No tiene sentido. Lo hago por Lina. Ella todavía tiene ilusiones ¿sabés?", le dijo Martín unos días antes. Al volver de aquél viaje se afirmó el odio. Vivían juntos, pero no ni se miraban. Aún esa noche, en casa de Fuentes, entraron en distintos horarios.

Lina le alcanzó a Rosario una bandeja con bocaditos de nuez y comenzó a saludar a los otros.

Martín llegó unos minutos más tarde con su justificación tan sabida, tan mínima. Dijo que no había lugar para estacionar el coche.

-Será posible que sólo nos veamos una vez en el año Fuentes. -dijo Martín abrazándolo.

-Sí. Es que con Rosario somos medio fiacas para hacer reuniones.

-Eso es cierto. Fijate vos que desde que yo presido la Fundación Protectora del Animal, desconozco lo que es el descanso.-agregó Celeste bebiendo un trago de martini.

-Vos porque no querés que las otras hagan el trabajo que les corresponde. Te aturdís de papeles sin necesidad.- Claudio Sánchez Villa miraba de reojo a su mujer.

-Es que a veces una no puede relegar tareas Claudio. Hay cosas que solamente una sabe hacer. Mirame a mí con la dietética. Si no es por los proveedores, es por los clientes fuera de horario, la cuestión está en que jamás llego temprano a casa. Martín no se hace problemas porque no está ...

-Además Claudio es tan detallista. No se permite el menor desliz respecto de los platos. Y yo no tengo la mano para la cocina que tiene Rosario. Mi mamá me decía: "¡Ay Celeste!, ¡cómo va a sufrir tu marido cuando tenga que probar una comida hecha por vos!". Pobre mamá. Ella me retaba. Creo que fueron sus palabras las que me acomplejaron respecto de la cocina...

-No sé si es importante que cuentes todas tus anécdotas de soltera querida. Estamos en un cumpleaños ajeno. Los dueños de casa deberían hablar más que vos.- dijo el doctor con voz suave pero firme a su mujer.

-¡Oh, sí! Es una tontería.

-¿Por qué una tontería?-la voz de Rosario surgió brumosa, igual que la de una sacerdotisa.-Es bueno que algunas veces no se cuenten únicamente las cosas que los dueños de casa quieren. Es bueno decir lo que uno piensa, algunas veces...

El timbre sonó por última vez aquella noche. Fuentes abrió la puerta sin sorpresas ante la imagen desenfadada de Felicitas Mujica de Navarro, viuda del General.

-¡Hola, hola a todos! ¡Pero que maravillosa reunión! ¡Igualita que la de todos los 3 de febrero! ¡Y vos Rosario siempre espléndida! Yo me pregunto Fuentes, ¿cómo hacés para que tu mujer esté preciosa a pesar de los años?

Felicitas Mujica era una amiga de la infancia de Rosario. Entre todas las mujeres que estaban allí, para Fuentes había sido la más hermosa. Dueña de una casa de decoración, la pensión de su marido le permitía vivir holgadamente en el centro de la ciudad y darse algunos lujos caros y banales: cambiar el auto, criar perros finos, someterse a los tratamientote de belleza más estrafalarios. Se podía decir que felicitas había sometido su cuerpo a las mutaciones más disparatadas con la intención de ganarle a la vejez. Su locura por verse “bien” había comenzado después del casamiento con Navarro. Él aún no era General y ella estudiaba Bellas Artes. Se fueron a vivir a Mendoza. Fuentes y Rosario los despidieron. Unos años después al volver, los objetivos de Felicitas habían cambiado. Según le confesó a Rosario una tarde en lo de la masajista, tenía miedo al paso del tiempo, a volverse fea. Contaba veinticinco años. La ingenuidad le acariciaba las mejillas. Cada año, estaba más hermosa. Las mujeres hablaban de ella comparándola con un fenómeno de tersura, contagiándose con la fiebre de la juventud que Felicitas irradiaba en sus charlas y en sus poses encima del sofá. Continuó así, de sauna en sauna, de gimnasio en gimnasio, de quirófano en quirófano, hasta que falleció el General Francisco Navarro, sustento y confort de su vida. El día que él murió, no podían alejarla del cajón. Ni bien se repuso, se miró la demacración en el espejo y pidió turno en lo de la cosmetóloga. Ahora se cubría las cicatrices con el encaje de sus sombreros.

-Está visto que vos Lina no cambiás más. Podrías adelgazar querida, mirá yo me comprometo a pasarte la dirección de un buen consultorio que te puede ayudar a quitarte un poco de peso. Es una operación de unas horas y quedás regia. Y vos Martín, a ver si le decís a tu mujer que me haga caso, es linda y es una verdadera pena verla tan gorda, ¿no te perece?

-¡Qué Felicitas esta!- respondió Martín forzando una sonrisa.

-Que tal si pasamos a la mesa-dijo Rosario.

-Sí. Es lo mejor. Me muero por probar el plato de jamones. Vos Celeste podrías tomar unas clases con ella. Es la experta de los platos fríos.-agregó Claudio pretendiendo ser agradable.

-Si cocino bien. Andá a encontrar otra que queme los huevos fritos como yo.

Fuentes logró escabullirse entre los invitados. Necesitaba un momento a solas, un tibio momento para encontrar lo que había estado buscando todos esos días. Se refugió en el baño de la planta alta. Cerró con llave. Era un alivio estar allí. En el papel, la letra menuda de Rosario le confió la historia. “El centauro” leyó pasándose los dedos por la frente.

Hubo días en los que ella jamás soñó. En los que se detuvo a contemplar los médanos y las garras crispadas de las olas. Días en los que supo con certeza cuál era la distancia que la separaba del centauro. Ese que corría por la playa al amanecer y que ella alcanzaba a vislumbrar en las aguas junto con el reflejo del bosque. Ese centauro que insinuaba el contorno de su cuerpo y de sus patas sobre las piedras húmedas cuando se acercaba a beber. Veía esfumarse aquel reflejo, aquella figura incierta con ese galope que parecía quebrar las arenas y que ella sentía quebrársele dentro como lo que se pierde, inocente, con un parpadeo.

-Horacio, estamos todos en la mesa.

¿Cómo explicarle que ya no era lo mismo esa mesa y los invitados? ¿Cómo decir que las cosas ya no eran iguales entre ellos? ¿Cómo diagramar una excusa, esa definitiva y total, para despedir a las visitas sin desairarlas, sin hacerlas sentir demás en aquél mundo de dos, Rosario y él, para el resto de la vida?

-¡Ya bajo!

Alguna vez pensó en hablarle. En llamarlo para acariciar su lomo tal vez suave y sus cabellos ondulados. Pero no se atrevió. Eran demasiadas las tristezas que conservaba en el pecho. Eran muchos los días de mirarlo detrás de las rocas para no asustarlo y muchos también los amaneceres que quedaron allí, en ese sitio de arena y agua, esperando el galope, al principio difuso pero luego claro y familiar a sus oídos.

También pensó en salir de su escondite y mirarlo para que comprendiera que no tenía intensión de destruirlo, que no tenía el más pequeño deseo de interrumpir su galope, su sereno juguetear de barbas mojadas de mar. Pero tampoco se atrevió. Sabía que los centauros eran seres libres a los cuáles había que contemplar desde lejos o como ella, reflejados en espejos húmedos. Y le dolía cuando al desaparecer por la playa, escuchaba los cascos entre las olas y podía ver sólo las huellas alargarse como una herida al costado de la espuma, perdiéndose en algún lugar, en algún violento silencio que le estaba negado.

Pero hubo momentos en los que su boca no soportó el peso de tanta nostalgia, de tantos soles surgiendo de a pedazos entre las peñas donde se levantaba, somnoliento, con una presión casi marina el recuerdo inagotable de su centauro. Fue en aquellos momentos en los que deseó terminar con aquel amor inverosímil, desierto de caricias. Con aquel amante al que solo podía ver una vez en el día, durante unos pocos minutos. Renunció porque sabía que la playa sería interminable sin ese centauro, son la danza de ese cabello enloquecido de salitre, sin su espera reposada detrás de las rocas mayores para ver una figura bebiendo.

Lo cierto es que siempre vuelvo a ocultarme en la calma del sol y la mañana. Aturdida, mientras intento tocar con la imaginación su pelaje brillante después del trote y su espalda erguida, impecable como una sombra.

Sé que nunca me atreveré a conspirar contra aquel orden prefijado que nos une y nos separa; no seré capaz de avivar esta duda de no saber si el último centauro de la tierra regresa todos los días atraído por la frescura del agua o por el reflejo de una mujer en la orilla.

Fuentes Se acomodó el cabello, se lavó la cara y bajó.

Sus invitados no habían empezado, nunca empezaban sin él.

-¡Pero que mesa que has preparado!-dijo Lina.

-Hasta tuviste en cuenta que fumo, por eso me alejaste de la ventana.- acotó Claudio.

-No sé, siempre la dispongo igual.-se escabulló Rosario sin intenciones de responder.

-Mi mujer suele hacer las cosas bien. -agregó Fuentes.

-¡Qué mujer que tenés Fuentes, vos sí que te sacaste la lotería!

-No sé si la lotería, pero...

-¡Ay, qué maravilla de platos! Cada vez que vengo te pondero lo mismo. ¿De dónde los sacaste? Son de una porcelana finísima.

-Eran de las tías de Horacio. Son alemanes.

Al sentarse, Fuentes vio al doctor y al ingeniero servirse en los platos de porcelana, y a Felicitas levantándose el velo para llevarse el tenedor a la boca. Vio a Celeste con su intranquilidad de síncope y su vestido, hablar de la fundación mientras a nadie le importaba. Vio a Lina, la pobre Lina, metida en la tibieza de su gordura como un duende entre las violetas. Y vio a Rosario negándole la mirada, caminándola por el mantel, para no entregársela a él, que la reclamaba desde la cabecera. Se dejó humillar por la indiferencia de su mujer, hasta que formuló la pregunta esa que hizo fijar en él, ahora sí, el par de ojos muy redondos de su esposa.

-¿Qué piensan ustedes de Rosario y de mí?

-Que hacen un matrimonio maravilloso-Dijo Felicitas manchándose el vestido con un trozo de jamón húmedo de crema.

-¿Qué vamos a pensar? Que son nuestros mejores amigos, que nos reciben muy bien todos los años, que...

-Celeste, creo que no es eso a lo que se refiere Fuentes. No opines si no estás segura de decir algo atinado.-interrumpió Claudio Sánchez Villa.

-No creo haber dicho algo imprudente.

-Eso. Ella no dijo nada fuera de lugar Claudio. Perdoná que me meta en sus cosas, pero es mi deber como mujer defenderla a Celeste.

-Lina, vos no hagás ninguna acotación. No es tu tema.-el ingeniero hablaba despacio cuando reprendía en público. Fuentes ya lo había presenciado en otras oportunidades.

-¡Dejame hablar Martín! Yo tengo derecho a opinar porque soy libre de hacerlo.

-Todos somos libres. El tema es como usamos esa libertad. Me está fastidiando tu postura. No quiero hacer una escena delante de mis amigos.

-También son míos aunque te pese. No me ofendas Martín. Yo también tengo sentimientos, yo también me puedo ofender-Lina se llenaba a la boca hasta no poder hablar, bocados de comida, como si fueran confites para fiesta.

-Te pido por favor que no llores.

-Es que vos la ofendiste Martín. Ella no hizo otra cosa más que sentirse solidaria con mi problema.- dijo Celeste agachando la cabeza.

-Pero no me contestaron qué opinión las merecemos Rosario y yo.

-Basta Fuentes. Voy a buscar el otro plato. Y un poco más de vino.

-¡Quedate! Creo que te tiene que interesar más que a mí esta conversación.

-No tiene ningún sentido arruinar una noche de amigos por una tontería.

-¡Esta entrada es un manjar! Después te pido la receta. Si Navarro estuviera vivo te diría lo mismo.

-A ver Fuentes, ¿qué querés que te contesten? ¿Que somos una pareja extraordinaria?, ¿que se nota que todavía nos queremos, y esas pavadas que se dicen cuando hay invitados de por medio?

-¿Por qué no dejás que lo digan ellos?

Rosario salió del comedor y regresó con una bandeja. El olor de la carne bien cocida hizo que los invitados se volvieran hacia ella.

-¡Pero qué maravilla Rosario! ¡Igual que todos los cumpleaños! Lomo de cerdo a la ciruela. Esto sí que da que hablar.

-No te equivoques Felicitas. Hay otras cosas en la vida que dan más que hablar que un lomo a la ciruela.

-Lo dudo Fuentes.

La conversación posterior discurrió en torno a la problemática de la poca venta de cereales al exterior. Claudio asentía con parsimonia mientras Celeste buscaba el trozo de carne más cargado de jugos y ciruela.

-Hoy deseo hacer un brindis en honor de muchas cosas.- la voz de Fuentes hizo que el sabor del lomo a la ciruela se tornara ácido.

-Brindemos entonces.-dijo alguien.

-Sí, brindemos. Por la vida. Nadie se acuerda de brindar por la vida. Porque la tenemos y eso nos hace olvidarla. Quiero brindar también por mi trabajo, y, especialmente, por mi secretaria nueva.

-¡Cambiaste de secretaria!- preguntó Claudio.

-Sí. La señora Farías obtuvo finalmente su jubilación tan demorada.

-Es lo mejor. Yo tengo que jubilar a una empleada de la dietética y me las voy a ver de figurillas cuando tenga que decírselo.-agregó Lina.

-A mí me fue fácil. No requiere grandes esfuerzos sacarse a la gente que no sirve de encima.

-¿Y conseguiste otra?-se interesó el ingeniero.

-Sí, sí. Se llama Patricia. Y por ella también quería brindar esta noche. Es muy joven ¿saben? Es muy bonita. Hasta podría ser mi hija.

-Te la buscaste linda y joven- el comentario del ingeniero causó risas.

-La encontré. Me es útil y eso es lo más importante. Como habitualmente pasa: lo más importante es lo que no se busca demasiado. Pero además quiero brindar por mi mujer Rosario. Por los años de infelicidad que le di. Por el poco amor que nos quedó para tenernos, por la intolerancia, amigos, esa traidora...

La servilleta de Rosario, hecha un bollo sobre el mantel. Los cubiertos que hacen ruidos pequeños. La mujer que comienza a llorar. Que busca levantarse. Que no puede.

-No te estés escapando como hace dos noches atrás. Quiero brindar por el miedo que nos tenemos Rosario. Porque nosotros nos tenemos miedo ¿saben? Los años no atemperan las posibilidades del miedo. Él está. Le tenemos miedo a nuestras decisiones, a nuestros fracasos...

-Basta Fuentes, por favor.

-Nosotros estamos peleados, amigos. Esta reunión se realizó porque sí, sin ganas. Se hizo. Y es la última. Disfrútenla porque no va a haber otra. Disfruten el lomo a la ciruela, el vino, el sambayón que habrá de postre y la torta, como todos los años. De ahora en más quiero un cumpleaños pacífico. Sin tener en cuenta que todo esté lustroso, perfecto para recibirlos. No tengo más interés en festejar mi cumpleaños.

-Tomaste mucho, te cayó mal.- acotó Claudio ceremonioso.

-No, no tomé nada. De ahora en más, digo, quiero pasar mi cumpleaños a solas. Descorchar una botella de champagne y brindar por el calor de febrero.

-Voy a ver el sambayón…

-Quería decirles esto porque con mi mujer hemos decidido quedarnos definitivamente solos. Para que no nos desconfiemos más… nosotros dos. Nada más.

No es importante si Rosario se levantó y salió hacia la cocina tapándose la cara con las manos o si los invitados, dejaron los cubiertos a los costados del plato y hablaron despacio de retirarse después del postre. Lo que sí cuenta es lo que dijo Fuentes. Sereno, con su mechón de cabello canoso cayéndole sobre la frente.

-Lo que pasa en esta casa es que se nos fue el amor dando un portazo.

-No digás eso. A veces son etapas en la vida de la gente.-dijo Celeste.

-Vos te callás. Es asunto de ellos.-dijo el abogado.

-¡No me callo nada! ¡Me tenés harta Claudio con tu prudencia! Es asunto de todos los que estamos sentados en esta mesa. Hay una mujer llorando en la cocina y hay un hombre destruido al lado nuestro. ¡Y son nuestros amigos! Yo los quiero ayudar.

-¡No te metas querés!. ¡No hagás una escena!.-Claudio tomaba del brazo a su mujer mientras decía esto.

-¡Dejame! Siempre se hace tu voluntad. Siempre vos y tus opiniones fantásticas. Fuentes, pensalo. Rosario es muy buena. Yo sé que te quiere mucho más de lo que parece.

-Es verdad Fuentes. No tomes las cosas tan a la tremenda. Ella es una buena mujer.-Lina dijo esto y Fuentes sabía que el ingeniero le golpeaba la rodilla por debajo de la mesa. Necesitaba tanto que se metieran en su vida esa noche.

-Bueno. Creo que nos vamos.-Claudio se había puesto un poco colorado.

-Yo mañana tengo que madrugar.-mintió el ingeniero.

-¿No esperan el postre? Hay sambayón, como todos los años.-dijo Fuentes.

En la cocina, el olor dulce y caliente invadía el cuarto.

-Además no terminé el brindis. Esta noche, antes que no vuelva a verlos, quiero brindar por la monotonía. Por esto que ha pasado entre Rosario y yo que no se remedia con una cena de amigos o un postre bien hecho. Te quiero mucho, Rosario.

En el dintel de la puerta de la cocina, la sombra proyectada por la mujer anulaba el brillo de unas cuantas baldosas. Desde allí llegó la respuesta esa para que todo continuara como al principio, sin dejar nada fuera de sitio, sin descalibrar nada.

-Yo... yo... dejé quemar el sambayón. Este año no habrá postre.

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