sábado, 23 de abril de 2011

El postre de cumpleaños-quinta entrega

(“Fuimos el viajero/que no implora, /que no reza, que no llora, /que se echó a morir”)
El ataque de presión que le dejara el cuerpo paralizado a mi abuela pero el cerebro intacto, le sobrevino mientras ella cocía un vestido para tía Dolores. A esas alturas mi odio hacia Carlos Bazán se ubicaba dentro de las fronteras de la costumbre. Un espacio que suele compartirse con unos pocos privilegiados. Pasamos horas en una cautelosa abulia, sentados los tres o los cuatro, cuando Carlos venía a dar sus condolencias, en la sala, aguardando que la abuela reaccionase. Pero no. La luz del sol invadía y se retiraba de su rostro sin haberse producido en él, ni un gesto. Hubo momentos en que, al no poder comunicarse, le daban a mi abuela molestos ataques. Gritaba una sílaba que no lográbamos precisar en nuestro apuro por consultar médicos o por traer medicinas. Y en esa búsqueda gestual de encontrar la palabra pronunciable, su rostro se deformaba, poblándose de repliegues y rubores. Yo, que la quise tanto, encontraba difícil habituarme a ese cuerpo inmóvil sobre la cama. Recuerdo una cabecera cargada de santos y un crucifijo, una noche de domingo en que tuve que llevarle la comida. Cargué la cuchara con el caldo humeante. Lentamente, la acerqué a la boca torcida. Esta se abrió, revelándome un panorama desolado de dientes y de labios flojos. Creo que lloré mientras vaciaba el contenido de la cuchara en aquella boca.

-Mañana vendrán los médicos.-dijo tía Estela.

-Vienen todos los días y se van con las mismas respuestas. Carlos dice que no va a reaccionar. Nadie tiene esperanza. ¡Yo misma ya no sé que pensar!-tía Dolores dejó los cubiertos al costado del plato.

-Tenemos que ser fuertes.-tía Estela me miró mientras tía Dolores se secaba las lágrimas con el filo de la servilleta.-Lo de mamá puede durar una semana o toda la vida. Nos queda cuidarla...y...hablarle...para ver si nos responde.

-Carlos y yo fijamos fecha de casamiento. Será en agosto.

-Eso ya lo habíamos hablado Dolores. Me parece bien. Creo que el trato fue ese: vos te casabas y yo la cuidaba a mamá.-tía Estela tenía una manera delicada de comer ciruelas sin dejar de hablar.

Terminé mi manzana y me levanté de la silla limpiándome la boca con la servilleta. Fui al escritorio. Desde allí escuché el resto de la conversación.

-Carlos quiere hablarte por la casa Estela. Él la quiere...mejor dicho...nosotros la queremos.

-Yo sabía que esas teníamos. Es imposible y vos lo sabés. ¿Adónde voy a ir a vivir yo? ¿Con ustedes? ¿Con mamá en un hospicio? No Dolores. El trato fue que yo me quedaba en la casa. Además falta la opinión del que está en Italia.

-Él va a decir que sí, Estela. ¿O vos te creés que se va a tomar el trabajo de preocuparse por nosotras? Ni siquiera de Horacio le importa.

-Si te escuchara mamá no te lo perdonaría. No te perdonaría que hablaras así de él. ¿Por otra parte, Carlos qué viene a exigir? Me extraña que una mujer grande como vos Dolores no lo haya hecho callar. Si vos conocés más que nadie mi situación: ¡Yo me quedo sin nada Dolores! No tengo marido, no tengo hijos, no tengo a nadie más que a ustedes. Bueno yo elegí mi soledad. Pero no me saqués de aquí.

-Yo le dije eso a Carlos. Pero él, viste, insistió. Dice que el departamento de él es muy chico para nosotros. Que para una sola persona alcanza, pero para un matrimonio… Él decía que vos fueras a vivir ahí, si a mamá le llegara a pasar algo, claro está, con Horacio… Es mi última oportunidad de formar una familia, Estela…

Tía Estela, se alejó un poco de la mesa. Con esa lentitud tan suya para tomar distancia de algo y poder reflexionar.

-La casa es para mí. Además, falta le respuesta de Italia, y que muera mamá...

A las palabras cansadas entre los muros, siguió el silencio, y con él, la idea, al principio frágil, más tarde definitiva, corpórea en mí, de terminar con la molesta permanencia de Carlos Bazán en la casa. En el extremo del corredor, el respirar de mi abuela, alentado por las puertas cerradas, parecía la voz de un prisionero. Llegaba advirtiéndome que no debía dormirme. Que era menester seguir vigilando por mis mujeres antes ese enemigo que era Carlos. Yo era el encargado de alejar la tristeza que rondaba habitaciones y cuartos.

Ni bien terminaba de estudiar, en los días que siguieron, buscaba la bicicleta y me iba a casa de Enrique. Aunque en mi casa me habían prohibido ver a mi amigo, yo no les hacía caso. Me escapaba a la hora de la siesta de aquél mundo tan escabroso que era el mío y buscaba refugio en el jardín de Enrique. Allí, me tendía en el césped y entrecerraba los ojos. Sin lentes, permitía que esa nebulosa de la miopía me adormeciera. La siesta que sería mi última visita a lo de mi amigo crucé el parque. Antes de llegar salió la mucama a recibirme.

-¿Qué querés?

-¿Está Enrique?

La mujer me miró un momento. Después se refregó las manos con los pliegues de un delantal.

-Esperá.

Lo vi bajando las escaleras. Le noté algo extraño, dudoso, en su forma de esquivarme la mirada. Al principio hablamos de cosas pasajeras. Cuando nos sentamos en el banco de piedra, las palabras llegaban igual que golpes de goma.

-No quieren que me junte más con vos Horacio.

-¿Quién no quiere? ¿Pero, por qué?

-Mirá hace unos días vino un hombre a casa. Ese que los visita a ustedes. Pidió hablar con papá y con mamá. Pero cuando se fue mamá me dijo que no me juntara más con vos.

-Yo...yo no sé...

-Así que chau Horacio, no vengás más a buscarme. En casa no quieren que esté con vos.

No sé precisar en que momento me sorprendí, en plena siesta, pensando en Bazán. Cerrando las puerta de rejas de Enrique. Subiendo a la bicicleta. Creo que lloré. Mientras avanzaba por aquella galería que formaban los árboles en mi barrio, de pronto, me encontré solo, entre dos veredas desiertas. Un viento caliente, comenzó a soplar ni bien detuve la marcha. Delante mío, una fila de canteros sin flores y las vías del ferrocarril conquistando la soledad. Alguien (no sé el sitio ni la casa de donde vino), gritó. Fue detrás de mí. Al volver la cabeza no había nadie.

Al llegar, estaba el médico visitando a la abuela. Mis tías lo acompañaban. Por eso no me hicieron ningún comentario al verme entrar. Fui a mi cuarto. Cuando me cansé de llorar, comencé a urdir venganzas irrealizables, pasajeras y desbordadas por el apuro de su concreción. Quise matar sin encontrar la forma para no dañar a mis mujeres.

Más tarde llegó Bazán. Traía un sobretodo gris porque amenazaba lluvia. Preguntó a tía Dolores por la salud de la abuela.

-Sigue igual Carlos. Creo que será mejor que hablemos en el jardín.

Los vi tomarse de las manos en el banco de la glorieta. Desde el escritorio, el diálogo se parecía mucho a una película muda. Yo sé que hablaban de la casa. Tía Dolores le diría la conversación con tía Estela, la noche anterior. Él, quizás, intentaría comprender. Bazán se puso de pie. Sus modales renunciaban a la parcimonia, perdían serenidad. Agitaba las manos con furia. En un momento, rechazó el abrazo de tía Dolores. Sé que deseaba gritar. O quizás también gritaba. Tía Dolores se apretaba las manos entre sí. Se alisaba la falda. Bazán exigía con el índice levantado. Golpeaba con el taco del zapato las baldosas de la glorieta intentando ganar en la disputa. Hubo una conversación desagradable tras la cena. La comida transcurrió en silencio. Bazán había recuperado su pose de hombre discreto. Varias veces tía Dolores intentó tomarlo de la mano pero él la rechazó. Por fin, después del postre, habló.

-¿Qué han dicho los médicos de su madre, Estela?

-Que sigue igual. No me supieron decir si recuperaría en conocimiento. Pobre mamá.

-¡Qué lamentable! Yo le digo a Dolores que deberían consultar con otros especialistas, ¿no es así querida?

-Sí...Carlos siempre me...

-Yo soy partidario de llamar a otro médico.

-No creo que sea lo conveniente.

-Usted sabe Estela que su hermana y yo planeamos casarnos en agosto.

-Sí. Algo de eso me dijo ayer Dolores.

-¿Y le habrá dicho también lo de la casa?

Tía Estela arqueó ligeramente la boca, asintiendo con la cabeza. Tía Dolores tenía los ojos puestos en el mantel. Lloraría.

-Con Dolores ya tratamos este tema. Lo lamento mucho señor Bazán, pero la casa queda para mí. Soy la única soltera y creo que corresponde que me quede en la casa de mis padres.

Hubo un silencio corto.

-Horacio andá a tu cuarto.

Mientras subía alcancé a oír el inicio de la gritería.

-¡Vos sos una desvergonzada Estela! ¡Tanto Carlos como yo tenemos derecho a la casa! ¡Vos no nos podés dejar así! ¿Qué vas a hacer vos con una casa tan grande? ¿Vos sola y Horacio?

-¡No podés...Ustedes no pueden echarme cuando muera mamá! Cásense, yo no me opongo. Pero no me dejen sin la casa.

-¡Por despecho! Por eso vos hace esto, por puro despecho.-tía Dolores empujó, con un movimiento inusual para sus ademanes fugaces, el plato hasta la mitad de la mesa. Bazán trató de contenerla.

-Dolores, calmate. No es esa la forma de entablar un diálogo...llamémoslo "civilizado". Mire Estela, esta casa es, para nosotros, un objeto precioso, un valuarte al que Dolores y yo nos hemos propuesto defender y conservar. Entiéndame, yo comprendo que la enfermedad de su madre, la ha afectado emocionalmente, de manera notoria. Por otra parte, no debe disculparse, es natural que esto ocurra. Las desgracias familiares...-Bazán tomaba ahora la servilleta, enredando los dedos entre los pliegues de tela.-No quiero tampoco involucrarme, o que se piense que es mi deseo involucrarme en las decisiones familiares. Pero al ser yo el novio de su hermana, me veo con el derecho...con la obligación de defender el futuro de esta propiedad.

-Es todo tan repentino…

-Además, reflexione Estela. Usted es una mujer inteligente. Vease sola, porque Dolores ya no va a estar y Horacio hará su vida. Dentro de unos años... Los muros, estos muros, se tornan hostiles para la soledad. No es mi intención ofenderla, pero piénselo. Tal vez la vida le da una compañía, pero tal vez no. Y ahí, cuando sufra, me dará la razón.

-Yo...yo no puedo...no he podido vivir nunca fuera de esta casa...El mundo me fue negado Carlos...No sé enfrentarlo si no es desde esta guarida...

-¡Vamos Estela! ¡No me diga eso! ¡Una mujer íntegra como usted, cuya entereza despierta mi admiración!-Bazán sonreía. Creía en el triunfo. Lo olisqueaba.-Un departamento más chico es lo ideal para usted y para Horacio. Yo le ofrezco el mío. Y una suma considerable de dinero que podemos fijar cuando usted quiera. Piénselo. -Bazán ahuecó la voz para cerrar el diálogo, para la estocada final.-el futuro de un amor está en sus manos.

Diálogos parecidos a ese se repitieron durante unas cuantas cenas. Elaborados monólogos de Bazán referidos a tradiciones y dinastías desempolvadas y remozadas por sus labios, solían desfilar, habituándose muy pronto a nosotros, como corolario de la comida.

Una noche, después de una de esas cenas, la voz ahogada, surgió de fondo de los cuartos. Los contrincantes se volvieron. Yo, desde mi dormitorio, alcancé a oír un grito de la abuela. Oí el arrebato de los pasos.

Cuando me animé a salir, vi a mis tías y a Bazán en el cuarto de la abuela, tratando de reanimarla. Ahí conocí la muerte.

-¡Fue culpa tuya Carlos!-gritaba tía Dolores.

-Vamos al sanatorio. ¡Callate querés!-Bazán temblaba.

-¡Ay, si a mamá le pasa algo yo nunca me lo voy a perdonar!

-¡Llevá a Horacio a tu cuarto! ¡Lo que menos se necesitan ahora son tus ataques de histeria Dolores!-gritó tía Estela levantando la cabeza de mi abuela.

-¡Vos...y vos me decís que me calle! tan luego vos.

-¡Sí yo! Salí y volvé recién cuando puedas controlarte.

Tía Dolores salió llorando. De un empujón, casi desconociéndome, me hizo entrar en mi cuarto. Tuve miedo por ella. Siempre por ella.

-Horacio quedate acá. Por favor.

-¿Qué pasó?-pregunté esperando de aquella mujer una tranquilidad que no me daría.

-La abuela...está muy desmejorada...Empeoró Horacio...quedate en tu cuarto.-entrecortó la voz.-por favor...

No volví a ver a nadie hasta el día siguiente. Escuché, sí, murmullos en la sala, ruidos de esfuerzos y de órdenes. A la mañana tía Estela fue a darme las indicaciones de lo que debía ponerme. Me dijo que la abuela había dejado de sufrir, que me vistiera con el traje azul y que saliera a saludar a los que llegaran. Recién salí pasadas dos horas. No quería encontrarme con Bazán entre los del cortejo. En el recibidor, un grupo de personas vestidas de negro me besó. Me felicitaron por mi edad, y trataron de convencerme de que la abuela estaba en el cielo. Olía a flores cortadas, a agua en los floreros. Bazán y tía Dolores estaban sentados en el sofá pero no se miraban. Ella lloraba secándose las mejillas con su permanente pañuelo turquesa. Bazán hablaba de los desgraciados acontecimientos que enlutaban la familia. Tía Estela recorría la casa transportando flores de un rincón a otro. A veces se detenía a responderle a alguien con dolor. Ella me obligó a verla a la abuela. Con su rigidez de puntillas, con sus hematomas desapareciendo, en su lustroso y nuevo lecho de madera. Ella me obligó a verla. Sin embargo no lloré cuando los otros lo hicieron. Acaricié la mano fría, las uñas despintadas, eso que se iba.

Estuve poco con ellos. Lo que deseaba era comenzar a echar a Bazán de nuestra casa. Cuando vi el cuerpo de la abuela en el cajón, la cercanía de Bazán en el otro cuarto me hizo recordar que su amenaza debía ser burlada. Me refugié en el cuarto de costura. Con un impulso suicida, con un agresivo apuro, sobre la máquina de coser comencé a escribir una carta, que supuestamente enviaba mi padre desde Italia, negándose a la concreción del matrimonio de Bazán con tía Dolores. Al recordar esto, me produce ternura la vulgaridad de mi recurso. Pero en aquél momento, lo encontré viable, competente. Para plagiar la letra de mi padre, busqué unas cartas viejas suyas y un papel grueso con el membrete de un hotel italiano que me regalara él mismo junto con otros útiles de escritorio de los que no me desprendí hasta hoy. El contenido del texto rayaba un egoísmo maltrecho, que a mí me pareció convincente. Eficaz consideré también la alevosía con que le negaba el matrimonio, apoyándose en decir que Bazán era un aprovechado, un buscavidas, que las arruinaría a las dos. Al concluir la escritura, la ensobré y la guardé debajo de la máquina de coser.

Cuando regresamos del cementerio era tarde. La mucama preparó una cena rápida. Comimos, austeramente, los cuatro en el comedor principal.

-Habrá que escribirle para avisarle la muerte de mamá.-dijo tía Dolores.

-Mejor será decirle a los directivos de la empresa que necesitamos comunicarnos con él.

-Es un contratiempo esto de no saber donde está.

-Tiene razón tu hermana Dolores.-agregó Bazán.-él se va a poner en comunicación con ustedes.

-Considero un tanto desleal de nuestra parte no decírselo en persona.

-Al fin de cuentas, él no estuvo con nosotras en los momentos en que los necesitamos.

-No hablés así Estela. Menos delante de Horacio.

-Si es la verdad. Además Horacio es el que mejor conoce a su padre. No se va a asombrar ahora.

-Sos cruel Estela.

-Tu hermana es más realista que vos querida. -Bazán bebía el vino más rojo de su copa.

-¡Vos!, ¡ella! ¡Todos ustedes son de una crueldad que desconozco! ¡Hoy mismo quisiera estar con mamá! ¡Me voy a dormir! No quiero...no puedo seguir con ustedes...me cuesta mucho mirarlos...

-Querida, yo sé que el dolor es muy grande, pero tenés que sobreponerte, estas cosas ocurren.

Bazán trató de retenerla. Tía Dolores estaba en la sala. No pienso olvidar aquellos ojos de mi tía. Enrojecidos, había, sin embargo, en ellos una calma urticante, una necesidad no suplicada de quedarse sola.

-Carlos, no quiero volver a verte nunca más. Quiero estar sola...como antes...tranquila...

-Pero...Dolores no es justo... ¡Esto es una falta de respeto! ¡Estás jugando conmigo! ¡Estás...agrediéndome! ¡Mierda!. ¡Dolores!.

-Lo siento Carlos...Perdón por todo esto...

Desde ese sitio privilegiado, delante de las pinturas de Pridiliano Pueyrredón y la colección de lupas, escuché a mi enemigo hablar del honor, de la palabra dada, de las injusticias que suele plantear la realidad. Salió de la casa dando un portazo. Lo vi cruzar el parque y perderse en la noche.

El sobre cerrado, las palabras, las direcciones me delatarían. Entonces pensé en destruir mi pobre venganza ya vengada. Busqué la carta en el cuartito de costura. Mientras la rompía, con cada rasgarse del papel, todo lo vivido perdía espesor. Hasta ese odio mío, se transformó en una descuidada, arriesgada pérdida de control. No obstante, Bazán volvió a vernos. Tía Dolores lo recibió una vez, pero fue en aquella en la que vi a ese hombre gigantesco, derrumbarse en un llanto que aún hoy, no sé considerar sincero. Tras su descargo, tía Dolores lo despidió, extendiéndole la mano, como lo que eran, simples conocidos. Cuando él intentó besarla, tía Dolores lo rechazó con cortesía.

Por mi parte, parecí ser el único, curiosamente, en extrañarlo. Hasta hubo cenas en las que me sorprendí de que faltara. Cuando el tiempo me convenció de que Bazán no volvería, reanudé mis salidas en bicicleta. Pero no regresé a casa de Enrique.

Mi padre volvió a vernos meses después de la muerte de la abuela. Se mostró dolorido al ver la máquina de coser y la mecedora. Dijo que la ausencia se le hacía insoportable. Que prefería no volver más a esa casa. Más tarde, ya sin efusividades mortuorias, les anunció a mis tías su casamiento. Este sería con una mujer algo pálida, que conocí por una foto. Quiso dar muchas explicaciones que mis tías escucharon esmeradamente, sin interrumpirlo.

-Me caso. Ya lo decidí. Es hora de que rehaga mi vida. Laura hace muchos años que murió y yo creo haber respetado su memoria.

-¿Y a Horacio? ¿Lo llevás con vos?

-No Dolores. Él tiene todo aquí. Sus estudios, sus amigos, en fin...Además con Georgina queremos iniciar una vida nueva. Horacio no se adaptaría a nosotros. Él ya es de ustedes, vive de ustedes. Les pido, eso sí que nunca le falten...como le he faltado yo. Por otro lado, la casa…divídansela como crean conveniente. Yo no quiero nada. Ya firmé el poder a favor de ustedes...

-Y... ¿Cuándo te vas?

-Dentro de tres días...

-¿Vas a hablar con Horacio?

No es fácil para mí olvidar esa entrevista con mi padre. Si bien, años después, volvimos a hablarnos y nos hemos visitado, considero que la seria, la brutal, fue aquella de su despedida. Entró en el escritorio y cerró la puerta. Yo sabía lo que iba a decirme. Pero dejé que hablara. Que me llenara con la voz que perdería intentando convencerme de que me amaba. Al terminar lo miré despacio. Recorrí con dulzura los rasgos de su cara porque no lo iba a volver a ver más. Besé su mejilla y salí de su habitación.

Lo vi por el sendero del parque acompañado de mis tías. Se abrazaron. Tía Dolores simuló llorar. Quizás lo hizo. Tía Estela lo despidió con el brazo en alto. Mi indiferencia se apiadó de él, quedándome nada más que un buen recuerdo. Ese día ni bien entraron a la casa, tía Dolores tomó una novela de la consola y comenzó a leerla. Tía Estela volvió al sofá reanudando la costura de un mantel. Yo me cobijé en la ventana. La dejé entreabierta.

-¿Viste Dolores? no le importó nada...

- No obstante se lo vio acongojado...

De afuera, de algún jardín cercano se oyeron voces. Más tarde, oímos la canción.

-Que raro, a esta hora gente cantando... Horacio cerrá la ventana.

-No, dejá.-tía Dolores contuvo la mano en el aire.-Es...es una canción de amor... (Continuará)

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