domingo, 17 de abril de 2011

El postre de cumpleaños- cuarta entrega


“La dura desventura de los dos/ nos lleva al mismo rumbo, siempre igual,/ y es loco vendaval/ el viento de tu voz/que silba la tortura del final”

Primero llegaron las cartas de mi padre. Todos los meses, él escribía desde algún lugar de Europa o de América. Pero aquella vez, no me voy a olvidar, la carta venía de Roma. Fechada semanas antes, me gustó el dibujo de la estampilla y el papel en el que había sido escrita. El sello era una imagen de Doménico Veneziano, "Retrato de una joven de la nobleza", y el papel era grueso sin ser tosco, de un pálido color marrón, con el membrete de un hotel que yo nunca conocería. Como con toda la correspondencia de mi padre, mi abuela era la primera en leerla. Después veníamos nosotros, su hijo y sus hermanas. En ella, las frases y su contenido eran similares. Hablaba de los negocios, de los temporales europeos, del pésimo servicio en los hoteles. No dejaba de repetirnos que nos extrañaba y que para las fiestas de fin de año se reencontraría con nosotros. Yo ya me había habituado a no tenerlo. En aquella carta prometía volver para noviembre, más precisamente, para el cumpleaños de tía Dolores. Pedía perdón a todos por sus retrasos y enviaba por encomienda regalos de Europa.

Intuyo que mi padre desconocía hasta mi edad. Pasaban quizás un año o dos y yo lo había visto unos pocos días. Los que más me recuerdan a él son los trenes y el olor de sus valijas. Llenas de ropas caras, de sobretodos, de pantalones, de camisas. Con cada viaje se llevaba algo hecho por la abuela. En uno, un pañuelo bordado a máquina, en otro, un pijama de verano, en otro, más lejano aún, una bata de baño.

Sin embargo, las cartas de mi padre renovaban las esperas y las esperanzas de mis mujeres. Daba alegría mirarlas recorriendo las habitaciones con el papel en las manos, leyendo y releyendo los párrafos, buscando confirmar la veracidad de lo escrito en ellos. Aunque las interminables Navidades y año nuevos sin él tornaran risueñas sus promesas, debíamos creerle.

-Tenemos que escribirle pronto.- dijo tía Estela.

-Ya sabés que todas las cartas que enviamos al remitente de los sobres, vuelven de nuevo. Tu hermano no es de alojarse mucho tiempo en el mismo hotel. Es mejor que nos conformemos con lo que nos manda hasta que vuelva.- mi abuela dejó los anteojos de leer sobre su falda y siguió con la máquina.

-Hacía tiempo que no nos escribía. ¿Habrá estado enfermo?-preguntó tía Dolores.

-No seas tonta. Además, ¿para qué querés alarmarnos y alarmar a Horacio que bastante tiene con esto de estar siempre entre nosotras, encerrado igual que un preso? Tu hermano está bien. Es ese trabajo que lo tiene de un lado para el otro.

Para mí, mi padre, era un viajero al que yo debía esperar sin ansiedades, como suelen esperarse las tormentas o los golpes de calor en el verano. Pero debo decir que aquella carta afectó de modo anormal la tranquilidad de mi familia. Dos días después, oí la conversación que sostuvieron las mujeres en la galería. No sé qué casualidad me hizo llegar hasta la mampara de los vidrios pintados. Mis tías y mi abuela hablaban de Carlos y de papá. Las voces, transgredían, pausadamente, los vidrios hasta mí, mutando en un murmullo.

-Debemos contarle lo de Dolores y Carlos, mamá.-dijo tía Estela.

-Creo que sería lo más conveniente. Además Carlos no tolera esos misterios que nos rondan.

-Tu hermano no es un hombre de comprender noviazgos y compromisos. Él, mi pobre hijo, se enamoró de Laura y se casó. Ni siquiera se detuvo a pensar si sus negocios perjudicarían ese matrimonio. Ahora, de Horacio se acuerda muy poco. Presume indiferencia, para aminorarle el dolor por la distancia. Pero yo sé que lo quiere mucho.

-Pero mamá, Dolores tiene que hacer su vida. No es justo que se quede aquí como una condenada. Que yo haya asumido esa obligación, no quiere decir que Dolores también...

-Alguna de las dos debe quedarse conmigo.-mi abuela, al decir esto, seguramente se estaría mirando la punta de las uñas.- Yo soy una vieja que exige cuidados. Todavía me desempeño sola, pero siempre para hacer algo necesito de alguna de ustedes. A la que corresponde quedarse conmigo es a Dolores.

-¡Pero mamá!

-¡"Pero mamá", nada! Las cosas se dieron así. Vos sos la más chica y vos tenés que quedarte conmigo para cuidarme.

-Eso se habló mucho delante de él.-era la voz de tía Estela la que sonaba.-Y yo le ofrezco cuidarte a cambio de seguir en esta casa. Así lo habíamos hablado junto con él la última vez que estuvo. La casa era para la que se quedaba soltera.

-¡La casa...la casa! ¡No hay otro tema que abordar! ¡Todavía estoy viva Estela! Y soy tu madre.

Desde los vidrios azules, el contorno de las tres mujeres parecía la imagen del invierno.

-¿Vos estás dispuesta Dolores a casarte con Carlos?-la voz de tía Estela se confundía con la de mi abuela ahora.

-Él insiste...en fin, yo estoy cómoda con él.

-Sí o no Dolores.

-Y bueno, sí.

-Entonces no hay nada más que hablar.-el ruido del mimbre del sillón me indicó que alguien se había puesto de pie.-Se le escribe y se le dice que Dolores se casa, que venga lo antes posible.

-Vos Estela arreglás todo muy rápido.

-Yo, mamá, arreglo mi vida de la forma que puedo.

Pronto, una nueva carta, de esas que muy probablemente no tendrían respuesta de mi padre, fue despachada por tía Dolores unos días más tarde. La abuela me dijo, antes de firmarla, si no quería enviarle a papá unas líneas con mis saludos. No quise. Sabía que a él le disgustaban las respuestas melancólicas y los arranques llorosos. Dejé pasar la ocasión como se deja pasar un tranvía lleno. Pero, en cambio, acompañé a tía Dolores hasta la estafeta. Cuando salíamos, ella se ponía un saquito celeste. Hiciera frío o calor. Y se cubría el cabello con un pañuelo o un sombrero, según la importancia del lugar a donde fuera. Recuerdo esto de la ropa, porque cuando salía con Carlos, se soltaba el pelo y dejaba sobre la silla de su cuarto, el saquito celeste.

Despachada la carta con las noticias que yo debía ignorar, valen destacarse dos hechos que, por ser cotidianos, no se permiten asumir la categoría de casualidades infantiles pero menos rayar lo olvidable. Ellos fueron, mis paseos en bicicleta y mi amistad con Enrique.

A las dos de la tarde, ni bien se dormían las mujeres de la casa, yo salía. Con una fuerza desconocida para mí, casi queriendo tomar venganza de las estaciones, me apoderaba de las calles con la bicicleta. Me gustaba andarlas hasta conocer todos los frentes de las casas y el batiente crujido de sus celosías. Asumía, en aquél acto sostenido, en aquella vida de sudor y apuro abierta delante del manubrio, el perfil de un guerrero que debía conquistar un territorio de adoquines a la hora en que se descansa. La bicicleta era uno de los pocos divertimentos que me permitía. Me gustaba salir solo, sintiendo esa complicidad estática de los árboles y la brisa en la cara. Las siestas con viento me gustaban. Había en ellas una intención de superioridad, una búsqueda de hacerme sentir pequeño. Hubo momentos en los que llegué a creer que existía un brazo de aire dispuesto para mí, únicamente para guiarme.

Enrique vivía cerca. El padre era médico. Su casa tenía un parque grande, con eucaliptus y bancos de piedra. En uno de esos recorridos míos, desde las rejas negras, los gatos que se juntaban en aquél parque me llamaron la atención. Me gustó aquél caserón con ventanales grandes y balcones bajos, de mármol. Habré estado allí unos diez minutos hasta que vi surgir desde mi miopía a Enrique. Era un chico como yo. Con unos pantalones gastados y una manzana mordida entre los dedos. Tenía el pelo rojizo. Cuando lo tuve frente mío, vi sus pecas inundándole las mejillas y una sonrisa sin pausa, un tanto agresiva, en mitad de la cara.

-¿Qué mirás tanto vos?-me preguntó escupiendo trozos de cáscara.

-¿Yo?...Nada...Es que me gustan los gatos.

-Debés ser el único. La vecina de al lado los odia porque le ensucian la vereda.

-A vos... ¿te gustan?

-Me dan igual. Tanto verlos... ¿Vos sos de por acá?

-Sí. Vivo en la otra cuadra.

-¡Ah!- le vi una gomera en el bolsillo del pantalón. Le vi también la ropa sucia y las rodillas lastimadas.

-¿Cazás pajaritos?

-¡Ajá! ¿Qué? ¿Te impresionás lo mismo que Sara?

-¿Quién es Sara?

-La chica que cocina. ¿Querés entrar? Te enseño los otros gatos si querés.

Enrique se encargó de mostrarme cada rincón del lugar. Sus escondites, sus sombras, las horquetas que podían parecerse a trincheras. Me enseñó unos hongos que crecían en el tronco de los árboles que son venenosos, de color gris, a los que se les desprendía un agua quemante para la piel. Pateó el corazón de la manzana y este diseñó un arco de salivas y de jugo hasta estrellarse en una mata de berros. A medida que avanzábamos por el sendero de piedras rojas, él me preguntaba de mí. Le conté todo lo que mi abuela me había dicho que le contara a los extraños. Aún sabiendo que Enrique ya no lo sería. Menos para mí que necesitaba tener amigos. En la escuela los chicos eran mis compañeros, sin llegar a la amistad. Yo desconocía esa relación por momentos ingrata, por momentos esquiva de la que se hablaba tanto. Al conversar en el patio o en los cuartos, las mujeres de mi casa decían susurrando las palabras cada vez que hablaban de mí: "Para Horacio que está sólo es una necesidad imperiosa contar con gente a su lado".

-Que grande que es tu casa.

-Sí. No sabés lo que es adentro. Mi mamá está todo el día quejándose. Dice que es de locos tener una casa tan grande.

-¿Tenés hermanos?

-Una hermana. Pero es grande. Está casada. No vive con nosotros. Vos, ¿tenés hermanos vos?- con la punta de la zapatilla estaba haciendo una raya profunda en la tierra.

-No. Mi mamá se murió cuando yo nací.

-¿Y tu papá?

-Mi papá no vive con nosotros. Con mi abuela y mis tías digo, y conmigo.

-Entonces no es tu papá. Si no está nunca no es tu papá.

No contesté. Una voz de mujer lo llamó desde la casa.

-¡Enrique, vení a probar el dulce de ciruelas!

-¡Bueno!-se puso de pie para gritar-¿Te gusta el dulce de ciruelas Horacio?

-Sí.

-Vení. Sara hace uno riquísimo. Soy el primero en probarlo. Sino mi papá se lo termina cuando se levanta de siesta.

-¿Dónde dejo la bicicleta?

-Acá nomás. Nadie te la va a sacar.

En la escalera de mármol, nos esperaba una muchacha con delantal. Pude verle una sonrisa y unas manos refregándose entre sí. Una cierta alegría. Todos los cuartos principales de la casa daban a aquella galería de ingreso en donde Enrique me presentó a Sara. La muchacha nos hizo pasar a una cocina azulejada de amarillo. En el centro de la mesa, un recipiente de cristal sin tapa dejaba ver el dulce. También había rodajas de pan dispuestas en un plato blanco, manteca y cucharas con el mango de madera. Sara nos sirvió chocolate.

-Cuando terminemos, subimos a mi cuarto y te enseño una trampera de comadrejas que fabriqué.

-Si querés podemos ir a dar una vuelta en bicicleta.- le dije cargando una tostada con dulce y alisando la superficie con el dorso de la cuchara.

-Mi bicicleta está rota, pero podemos ir hasta tu casa caminando. Así sé donde vivís.

Me sentía cómodo. Sin explicación posible. Nunca había estado allí, pero parecía que hubiera nacido dentro de esos cuartos. No sé si fue el dulce o algún ruido de cubiertos, o la mirada que Enrique le destinó, brevemente, al borde de su taza, pero me di cuenta que la de mi abuela había dejado de ser mi casa. No considero prudente culpar de esto a la llegada de Carlos o a la carta apurada de mi padre. Aquella fortaleza que yo le veía al hogar de mi abuela, se había ido debilitando, de golpe, dejando el remanente de un lugar vacío.

-¿Vamos?

-¿Qué...? ¡Ah, sí, vamos!

Salimos al parque otra vez. El sol calentaba suavemente la altura de los árboles. El sendero de piedra era un zigzag de sombras y de tibieza.

-¿Le dijiste a tu abuela que venías?

-¿Si yo ni sabía que te iba a conocer hoy?

-Cuando llegués decile. No vaya a ser que no te deje venir más. -Enrique seguía con la mirada las juntas de las baldosas.

-Vos, ¿vas a venir a la mía?

-Si me invitás...

Iba decidido a invitarlo a pasar una vez que llegáramos a casa. Pero antes de cruzar, me detuve. Las rodillas temblando, el sudor debajo de la camisa, los lentes que se resbalaban sobre la nariz. Bazán, desde la puerta me miraba. Impecable, con el sobretodo en el brazo, la voz preparada para saludar a tía Dolores.

-¿Esa es tu casa?

-Sí.

-¿Y porqué no seguimos?

-No podemos. Hoy mi abuela tiene gente invitada. Mejor nos vemos otro día.

-Cómo quieras.

Le dije adiós con la mano a Enrique. Pasé la reja y alcancé a oír los pasos de Carlos delante de los míos. Sonaban sobre las baldosas de ingreso con una prisa liviana, casi parecía que me vigilaba caminando. El ruido de las hojas al ser pisadas, un crujido de grillos y la figura de mi tía Dolores recortada en el descansillo de la casa.

-¿Tenés un amigo nuevo Horacio?-la voz de Bazán, que sólo yo oía, era calma y turbia como el agua de un charco.

-Sí...es...-no quería decirle quién era, no a Bazán, a Bazán nunca.- Es...un amigo nuevo.

Mi abuela estaba sentada en la mecedora de la sala. Tía Estela le ayudaba a la mucama con el servicio de té. Tía Dolores vestía una blusa guinda y unas chinelas de raso que le había enviado mi padre de Italia.

-¿Cómo le va Carlos? Usted ve que nosotras lo consideramos el invitado de la hora del té.-dijo mi abuela.

-Sí. Para mí es un gusto merendar con ustedes señoras.

-¿Y vos Horacio? ¿Adónde estuviste toda la siesta?-me preguntó tía Dolores acercando unos almohadones para la abuela.

-¿Yo...?- no debían decirse frases que comprometieran. Los ojos de Bazán me buscaban. Y algo me decía que él hablaría por mí.

-Horacio cuenta entre sus afectos con un nuevo amigo.

-¿Vos lo viste Carlos?

-Pero qué raro que no nos hayas contado nada Horacio.-se sorprendió tía Estela.

-¿Y quién es?-mi abuela me miró un momento.

-Correspondería que lo contara él mismo. -dijo Bazán. Después se inclinó hacia mí.-Contales Horacio. Contales.

Quise correr, quise secarme la transpiración y la furia. No podía. El silencio, el té humeante, la luz entrando por las celosías abiertas.

-Se llama Enrique. Vive en la otra cuadra. En la casa grande.

-Debe ser el hijo del doctor Magariños. ¡Qué casa preciosa que tienen!-acotó tía Estela.

-Pero, ¿esa gente no se había mudado a Mendoza?

-No mamá. Se quedaron.-Tía Dolores acariciaba el borde de su escote.

-Algo pasó en esa casa. Yo tenía entendido que hubo un pleito, un caso de esos que mejor ni contar.-mi abuela reflexionaba con los dedos inquietos sobre el posabrazos del sillón.

-Al padre lo denunciaron por cuestiones profesionales. Le descubrieron legajos de pacientes que habían sido sometidas a abortos clandestinos y otras atrocidades.

-¡Qué horror Carlos! Le ruego que no siga.-entrecerró los ojos tía Estela al decir esto.

-No es una buena familia. Están mal vistos. Todos, hasta la misma madre...-Las palabras de Carlos Bazán sonaron en el salón para que yo nunca las olvidara. Precisas, capaces de producirles a mi abuela y a mis tías el más bochornoso escalofrío, la más temblorosa de las angustias.

-Una pena. Digo, para un profesional de la medicina, que le quiten hasta la matrícula, debe ser humillante.

-La necesidad nos hace perder la honra y la ética.-sentenció tía Dolores.

-O las obligaciones con un amigo...-carraspeó Bazán.

-¿No le entiendo Carlos?

-No quisiera importunarlas con este tema...en fin...

-Le ruego que continúe.

-El doctor ese, pretendió hacerle un favor a un amigo. La hija, un desperdicio de muchacha, veinte años... La hija de ese amigo, había quedado embarazada, y bueno... No es necesario entrar en detalles deshonestos. La muchacha murió mientras la operaba. A partir de allí, las investigaciones no cesaron. Se descubrieron todas las otras actividades de Magariños...

-¡Basta! No continuemos con esto...- Tía Dolores se apretaba las manos. Pasaba un pañuelo por su frente.

-Yo me interioricé en esos pormenores porque unos colegas míos llevaban la causa. El doctor Magariños estuvo en la cárcel. Cuando quedó en libertad, él y su familia, se recluyeron en la casa y prácticamente no salen de allí.

-¡Qué vida! -tía Estela bebía el té haciendo pausas para hablar.

-En fin...Olvidemos esta conversación. Lo que nos ha contado atenta contra nuestro té. Estela ordená que traigan los budines.- mi abuela me miró un par de veces durante la charla poco amena que nos retuvo en la sala. (Continuará)

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