domingo, 10 de abril de 2011

El postre de cumpleaños-tercer entrega.


“La historia vuelve a repetirse, /mi muñequita dulce y rubia, /el mismo amor, la misma lluvia…”

La máquina de coser constituía el centro mágico de la casa de mi abuela. Eso llegué a saberlo cuando la despedí tras su muerte. Mientras la casualidad me acercaba a ese objeto venerable, no era capaz de otorgarle la importancia que tenía. Por aquellos tiempos, el sol doraba el caparazón negro de la máquina o el cuarteado cromo de la rueda. Ese mismo sol que se escurría entre los gajos de la parra y trasponía, indiscreto, el crochet de las cortinas. Fue también, después de la muerte de mi abuela, que miré la máquina detenidamente. Antes la miraba usando aquellos ojos ingratos que se destinan a los muebles comunes. Me distraían, en cambio, las labores que brotaban de la máquina como de un río. Los ojales, los bordados, las costuras anchas y las finas, los ribetes menudos, los entredoses de seda. Mi abuela tenía buena mano en costura hasta para hacerle el ruedo a una pollera. Ni hablar de los vestidos de fiesta o de las batitas para los innumerables nacimientos que se anunciaban todos los meses. Una vez, Estela, la menor de mis tías, entró en el comedor grande con un paquete amarillo. Mientras lo desenvolvía, yo la espiaba a través de la ventana. Recuerdo que andaba en bicicleta y que por mis rodillas corrían gotas tibias. Entre los pliegues del papel surgió, vaporosa, una tela que, ante el menor movimiento de aire, se contraía, torneándose como el cabello de una mujer. Tía Estela, le pidió a mi abuela un vestido sin mangas, largo, que le cayera a manera de capa, parecido a una túnica. Mi abuela tomó el paño. Lo estudió del revés y del derecho y finalmente lo extendió en la mesa. La tela fluía sobre el roble lustrado. Para la tarde, el vestido estaba terminado. Impecable, en el maniquí. No supe si mi tía Estela lo llegó a usar o permaneció en esos hombros de lana negra hasta ser derrotado por las polillas. Lo que sí supe fue aquello que tuvo tanto que ver con las labores de mi abuela.

Mi tía Dolores era, por esos días, una mujer delgada de tibios ojos pardos y labios finos que no abrigaban otros temas que no fuesen las novelas románticas y el transcurrir del tiempo. Hablaba de morir con cierto estrépito. Se tendía en un diván y enjugaba el vapor de su aliento con un pañuelo. Me decía:

-¡Ay Horacio!, ¡Horacito! ¡La vida es tan descaradamente infiel para con nosotras las mujeres! Mirá tu madre. La muerte se la llevó ni bien naciste y ni siquiera te pudo disfrutar.

Yo conservaba un recuerdo vago de mi madre. Más que el de una mujer perpetuamente somnolienta, o el de mi padre arreglándose los puños de una camisa negra, no puedo retener nada. Eso, y que me llevaron a vivir a casa de mi abuela un día del mes de octubre.

Mi tía Dolores leía Chateaubriand y suspiraba. Padecía un asma crónica que muy de vez en cuando se desencadenaba en ataques breves que angustiaban a la abuela. De los ataques le había quedado un falsete atractivo en la voz, al pronunciar las sílabas acentuadas, un reposo al concluir las palabras seguido de una fuerte aspiración de aire. Ese ruido la anunciaba en la oscuridad de la casa. La debilidad era su compañera vitalicia. Se frotaba el pecho aunque no estuviera ahogada por vicio de recordar la enfermedad. Por el tiempo en que apareciera Carlos Bazán el asma de tía Dolores no había dados señales, lo que nos aliviaba a todos. No obstante mi abuela encendía velas a la Virgen y al comenzar sus oraciones nocturnas pedía por ella, por sus pulmones deteriorados de gorrión en medio del frío, tan pobrecita Dolores, tan hermosa y enferma hija suya, y después cerraba el misal. La idea de morir nos acunaba como la mejor de las madres en cada acto, en todos nuestros movimientos hasta en los más casuales. Siempre la enfermedad rodando como un verdugo. Limitando los juegos, las risas, las estadías prolongadas en el jardín los días de invierno y las vacaciones en los lugares donde el clima fuera inestable, en el verano. El jarabe para la tos y el jugo de naranjas, o los vahos alcanforados que el médico le recomendaba a mi tía, “por precaución” ante un catarro, transmutaban la vida en una muerte avisada.

Nuestra vida era así de liviana en casa de mi abuela. Yo leía en la biblioteca todo lo que me permitían mi atención y mi escasa vista. Me sorprendía la cena hojeando los manuscritos de la época de Rosas que coleccionó mi abuelo durante toda su vida. Mis tías y mi abuela hablaban bajo por los corredores de la casa. Preparaban biscochuelos y los servían en platos de loza inglesa a la hora de la merienda. La muerte de mamá, sumada a las ausencias de mi padre, me habían transformado en una suerte de habitante privilegiado en la casa. Mis tías decían adorarme mientras me acariciaban la cabeza y el mentón. Y yo me sentía importante, imprescindible en la vida de aquellas mujeres.

Por eso crecieron las desdichas con la llegada de Carlos Bazán. Lo trajeron las lluvias de un otoño ventoso y triste. Se presentó como el pretendiente de tía Dolores. Era un hombre muy alto y usaba unos gemelos con la cabeza de un águila. La primera vez que entró en casa casi lo hago caer con un golpe de bicicleta. Él me miró y armó una sonrisa de compromiso que no me gustó. Seríamos enemigos. Esa tarde mis mujeres corrían por el comedor, llevadas por un insólito apresuramiento. Tía Dolores abanicándose con las manos o cargando un florero, se dejaba aturdir pensando en la puntualidad de Carlos. La abuela seleccionaba los manteles y las cucharas de plata mientras tía Estela, paño de por medio, quitaba el polvo a la colección de estatuillas chinas. Al oír el timbre, tía Dolores y la abuela salieron a recibir al invitado en el porche. Mi tía extendió las manos hacia Carlos y le vi que entrecerraba los ojos próxima a perder el sentido. Se solazaron con los tesoros de la casa. Hablaron de los manuscritos, de la colección de mates de plata, de las pinturas de Pridiliano Pueyrredón. Copiosamente se comentó la importancia de tener gobelinos antiguos en los recibidores y de preparar buenas tortas alemanas para el té. Por último, remarcaron las habilidades de tía Dolores para recitar a Amado Nervo.

-¡Pero usted no sabe Carlos cómo dice el "En paz" de Nervo!-decía mi abuela llevándose las manos a las mejillas.- ¡Estremece de dolor y a la vez de...de...de piedad!

-¡Ay, mamá! Lo vas a aburrir a Carlos contándole esas cosas sin importancia.

-Nada de eso Dolores.-dijo el hombre- Todo lo que hable de usted me es grato.

-Gracias Carlos. Tan cumplido siempre.

Cuando tía Estela me llamó desde la ventana, yo no quise entrar. Algo me decía que no, que tenía que quedarme en el parque, con la bicicleta y las plantas, con los gatos de la casita del jardinero y la luz del sol. Mi abuela fue la encargada de presentarme.

-Este es mi nieto Horacio. Querido, saludá al señor Bazán.

Le extendí la mano. Me temblaba. El prometido de tía Dolores me miró. Creí que no iba a saludarme.

-Mucho gusto.-le oí decir.

-Encantado.-murmuré sin ganas.

En la mesa me enteré que era abogado y coleccionista de antigüedades, que trabajaba para una firma rematadora importante de Santa Fe y que se habían conocido con tía Dolores en una exposición de cuadros en el Museo Provincial de Bellas Artes. También supe, esto fue con oír su voz tras cada comentario, que elegía frases cortas para sus respuestas y contentaba aspirando sonoramente, como avergonzado de retomar el hilo de una trivialidad. Me gustaba, sin embargo, su forma de vestir. Las camisas de seda, el reloj de oro, la puntualidad al mirar los ojos de tía Dolores cuando era necesario reafirmar el interés que lo movía al romance.

-Pero Horacio, mostrale al señor Bazán esos dibujos que hiciste la otra tarde en la biblioteca. ¡Tiene que verlos Carlos! Son unas flores que de tan naturales parecería que las podemos tocar.

-Quisiera verlos. Sería maravilloso conocer la obra de tan precoz artista.-dijo, llevándose la taza a la boca.

-Es que ¿sabe señor Bazán?, el arte siempre estuvo de nuestro lado en la familia. Mi esposo, bueno, usted lo habrá visto, su colección de mates es una de las más completas y envidiadas de la ciudad. Varias veces me visitaron con intenciones de compra pero para mí no tienen precio.- mientras mi abuela hablaba, tía Estela servía las tortas, acotando algo para hacerse oír, llamándome, exigiendo mi presencia.

De las dos, tía Estela daba más lástima. Vivía para servir a los demás. Aunque nadie se lo pidiera, se apuraba por ayudar a los otros. Ella leía las necesidades de todos en la casa. Y si alguien había pensado en tomar té, bastaba darse vuelta para que apareciera la mano de Tía Estela con la taza humeante. Lo mismo si alguno de nosotros sentía frío por la noche. Abríamos los ojos y ahí estaba con sus lentes de armazón dorado y su pelo gris, socorriéndonos con una cobija. Por esa costumbre de saber lo que los otros, queríamos hubo un tiempo en que pensé que había algo en ella de maga o de adivina. Después me di cuenta que nos conocía demasiado, que no teníamos secretos para ella. Nunca aspiró a casarse, no se le conocían ni intereses ni hombres. Se limitaba a completar los comentarios de mi abuela. Su función en la casa era como la de los tutores atados a los rosales: mantener derecho algo que inexorablemente está destinado a torcerse.

-Sí, Horacio, acercale al señor Bazán tus trabajos. Él sabrá apreciarlos.-me murmuró tía Estela al oído.

Los fui a buscar. Eran simples bocetos, copias de los cuadros que estaban en la casa. En su mayoría paisajes gauchescos de Della Valle que yo trataba de transformar, con paciencia, en prolijas reproducciones para la carpeta de plástica. No me gustaban esos cuadros. Los campos tristes, los animales revueltos en galopes iracundos y el malón como un apresuramiento de tierra. En realidad no me gustaba pintar tampoco. Copiaba aquellas obras para matar mis horas en la casa. Prefería leer. Sin ninguna ambición de producir escritos. Leía, porque esa actividad me hacía olvidar mi falta de talento.

-¿No parecen originales Carlos?

-Sí. Desde luego.-contestó Bazán al ver mis dibujos.- Tienen aquí al sucesor de los paisajistas argentinos.

Todos rieron ante sus palabras. Yo no. Me limité a retirar los dibujos de la mesa y a guardarlos en la consola del comedor.

-Perdoneló Carlos.-Rogó mi abuela.-Es un chico muy sensible. Es huérfano, ¿sabe? Su madre, mi nuera, murió hace unos años y mi pobre hijo no puede educarlo. Viaja. Ahora mismo no sé si está en el país. Horacio se ha tornado un tanto díscolo por esta circunstancia de no tener familia más que nosotras. Sepa disculparlo.

-Él es un buen muchacho-agregó tía Dolores apoyando su mano en el hombre de Bazán.

-Es cuestión de dejarlos que se conozcan un poco- tía Estela, que no había hablado, se secó los labios con la servilleta tras decir eso.

-Creo que llegaremos a la amistad.-la taza de té hizo un ruido áspero al chocar con el plato.

-Nada me complacería más que ver a mi nieto en su compañía.

Regresó varias veces después de aquél té. Sus visitas se parecían hasta confundirse entre ellas y todas con la primera. Tía Dolores se acostumbró demasiado pronto a sus llegadas. Preparaba los ademanes y las posturas con casi tres horas de antelación. Uno de los méritos de Carlos Bazán era su imprudente puntualidad, sus arribos, indeclinablemente, a la hora fijada. Una tarde trajo masas. Otra, flores para la abuela y para mis tías. No faltaron sus obsequios en los cumpleaños de los de la casa. Yo lo espiaba desde la biblioteca o protegiéndome con el tronco de los paraísos en el jardín. La tarde en que le habló de matrimonio a tía Dolores, los vi desde la reja de entrada.

-Dolores, piense. Los dos somos grandes, en fin... Ya estamos en edad de concretar un proyecto de vida juntos. Creo ser de su agrado. El tiempo tiene algo de fatal si uno se descuida y lo deja pasar, ¿me entiende?

-Sí Carlos. Es propio que usted lo diga-contestó ella oliendo una flor de la glorieta.-Pero, claro está que me siento cómoda con usted, con su compañía tan exquisita. Ocurre que yo...

-¿Usted qué, Dolores?-le aferraba los brazos como sujetando el perfume de las mentas.

Tía Estela, en la escalera de la entrada los llamaba. Mi abuela asomó la mitad de su cuerpo sonriendo.

-Ya nos esperan- alcancé a oír.

El episodio de la biblioteca ocurrió ante de una de las cenas. Yo estaba estudiando en el escritorio de mi abuelo. Él se había escurrido entre los halagos de las mujeres pretextando ver más detenidamente los cuadros. Fue a esa hora cuando el cielo se vuelve violetas. El jardín de la casa de mi abuela adquiría una tonalidad de abandono, de sitio mágico por el que se teme andar. El ruido de la puerta al abrirse me hizo volver la cabeza. Sí, fue eso del ruido y los zapatos, lo que me llevó ciertamente a buscar una salida posible con los ojos. Cuando busqué a pararme, Carlos Bazán estaba a mi lado, apoyándome su mano caliente en la nuca.

-¿Estás leyendo otra vez? Te gusta leer parece.

-Sí señor.-su mano en el cuello de la camisa confundiéndose con una araña.

No lo vi sonreír pero supe que lo hacía. Supe que curvaba la boca e imaginé esa curva, su tamaño, la trayectoria que marcaría en el rostro de mi enemigo. Se alejó un poco.

-¡Qué maravilla este escritorio! ¡La obra de Pridiliano Pueyrredón no cansa, no! Yo viviría paseando los ojos por esas pampas, por la cara de esos gauchos esperanzados que creían en un mañana.

El hombre buscaba en mí una respuesta que no le daría. Me fustigaba hurgándome la lengua, pero yo me había jurado no darle el gusto.

-Sos un chico muy callado vos.

-Eso dicen.

-¿Quiénes dicen?-lo vi acercarse con aplomo. No sé porque pensé que me golpearía. En cambio, cerró los puños y los apoyó sobre la madera. Hubo un sonido que fue para mí. -¿Quiénes dicen?

-Todos, no sé, la familia.-sentía un temblor en los tobillos y que las sienes me dolían. El tono de voz de aquél hombre me recordó el ruido de la máquina de coser de la abuela.

-"Todos" es mucha gente Horacio.

-"Todos" son todos.-empujé el sillón abriéndome camino entre el sillón y las panas. En el apuro tropecé con la alfombra y caí. Los anteojos, arrancados por el impacto, fueron a dar en el dintel de la puerta. Cuando los encontró mi mano Carlos Bazán estaba delante de mí. La suela de su zapato era verde y el pantalón, de alpaca.

-Te ayudo o podés sólo Horacio.

Se quedó a cenar. Mis mujeres me obligaron a escucharlo. Me decían que le contara de mis estudios, de mis paseos en bicicleta. Era como si ellas, con su hablar constante fueran empujándome a Bazán. Y él, tocando las servilletas, jugando con unas migas de galletas, con esos ojos que no tenían otro imán que los míos. Me olía. También los lobos cuando cazan buscan el olor del otro en las huellas. Al tomarle la mano a tía Dolores yo sé que Carlos Bazán se fijaba en mí. Esa noche el postre me retuvo en la mesa. Mi abuela había preparado sambayón y no pude despreciarla.

-Tenés que cortarte las uñas Horacio- dijo tía Estela al servirme.

-Sí. Me olvidé.

-Preparé sambayón porque es el postre favorito de mi nieto, Carlos-explicó mi abuela.

-¡Ah, sí!

-Sí. Lo preparé una pascua, y ni bien lo probó, me pidió que lo repitiera.

-Mamá lo consciente a Horacio- agregó tía Dolores.

-Está muy bien eso.-Carlos se limpiaba la boca mientras hablaba.-Mi abuela solía hacerme los postres que yo le pedía. Recuerdo que era una mujer muy gorda y muy bella que me acunaba hasta que el sueño me vencía. No he vuelto a probar "Tocinitos del cielo" tan bien hechos como los de ella.

-¡Qué hermoso, Carlos! Espero que mi nieto tenga para mí esos mismos recuerdos. ¿Sabe Carlos?, cuando se olvida a alguien se lo termina matando.

Tía Dolores bebía sorbos lentos y pequeños de su copa. Con sus dedos tratada de dibujar algo sobre la superficie plana del mantel. Yo sabía que aquellos estallidos filosóficos de la abuela, le molestaban. A todos, en cierta forma, nos producían sensaciones desagradables, de acoso, pero era peor si tratábamos de disuadirla de que no los hiciera. El único sonriente en aquella mesa silenciosa era Carlos. Tía Estela, mandó a la mucama levantar los platos. Tomamos café en el recibidor. Tía Dolores y la abuela insistieron en enseñarle a Carlos Bazán las fotos de la quinta. Eso demoró la partida del extraño. Cuando decidió irse eran las once de la noche. Se despidió de la abuela besándole la mano. Tía Dolores lo acompañó hasta la reja. En tanto que los miraba alejarse por el sendero de piedra, intuí, sin poderle dar un nombre a lo que sentía que, de una manera sutil, la violencia se había instalado en la casa. Un frío intenso aleteó a mi lado. Me cobijé rozando las ropas de mi abuela. (Continuará)

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