sábado, 2 de abril de 2011

El postre de cumpleaños -segunda entrega


“Era, para mí, la vida entera, /
como un sol de primavera, / mi esperanza y mi pasión”
Las cajas forradas en seda, se dispersaron sobre la cama. Y con ellas un sombrero viejo de hombre, uno de mujer, unas botas de cuero, unos guantes de gamuza, un par de anteojos con marco dorado, un cortaplumas de marfil que Fuentes nunca usaba, una ballenita de hueso para corsé. Todo eso y las pelusas. Todo eso, y la angustia de no encontrar lo que precipita las búsquedas.
El día llegó con una ventana cargada de sol y con algunos pájaros en las cuerdas de las ramas. Fuentes, sentado sobre una de las cajas, miraba el ondular de las cortinas. Pensó que el manuscrito de su esposa se había perdido en aquél traslado de muebles y de bultos, cuando desocuparon la casa de sus tías. O estaba guardado en otra parte, en otra alacena, en otro armario. Se vistió y bajó a desayunar. La mucama barría la alfombra con tan poca delicadeza como una topadora que junta desperdicios en un basural. Tendría cincuenta años mal llevados y una espalda curva como un gancho de alambre. Era grosera para todo, pero no hablaba mucho. Se limitaba a los trabajos de la casa y prestaba poca atención a las órdenes.
Al verla, el hombre recordó que ella los había ayudado con la limpieza aquel verano, que había roto un jarrón de porcelana y que se lo habían descontado del sueldo.
-Juana, buen día, ¿usted no se acuerda de un papel que yo tenía guardado dentro del ropero hace unos años, cuando mudamos la casa de las tías, que usted rompió un jarrón …?
-No.- El ruido atroz de la máquina de encerar terminó con toda posibilidad de averiguaciones.
La taza, el plato con galletitas de avena, la manteca, la mermelada de naranjas. Ese mantel con flores encerraba toda la geografía cálidamente fresca del desayuno. Mientras cortaba con leche el café, Fuentes trató de dibujar en su cabeza la hoja escrita, bordada casi con la letra pequeña, segura, de su esposa. Fue inútil. La historia aquella del centauro se le escapaba como si fuera el agua de una alcantarilla. Fluctuando en su pasado, naufragando en él. Ciertas marcas en el paisaje doméstico, el diario doblado junto a la cafetera, el delantal en la silla, la torta dorándose en el horno, delataban el paso de su esposa por el lugar
-Juana, ¿no vio a la señora?
-Salió antes de que yo llegara.
Había tres armarios de madera y uno de metal en el garaje. El de metal contenía las herramientas que usaba Fuentes para los arreglos de la casa. En los de madera, más altos, Rosario guardaba ropa, retazos de costuras, almohadones descoloridos, cestos con lanas. Comenzó a vaciar los cajones en el suelo. Los ovillos dejaban una estela espumosa entre los mosaicos. El mimbre vencido de los costureros, al pisarlos en un descuido de la urgencia, parecía quejarse. Varias cosas pasaron delante de sus ojos mientras buscaba el papel de Rosario. Por ejemplo, un balero de madera amarillo. Fuentes trató de recordar las facciones de un chico de cinco años que vivía en la casa de enfrente y que solía pasar días enteros con ellos porque sus padres trabajaban. Rosario se había encariñado con él. Le hacía tortas. Hasta le festejó un cumpleaños en la casa e invitó a algunos amiguitos. Un día, con ese balero, el chico rompió uno de los vidrios del ventanal de la entrada y Fuentes se lo confiscó. Otro día los padres se mudaron y el chico vino a despedirse. Rosario lloró y a él, seguramente se le enronqueció la voz.
Sacó una foto de Rosario a los quince años. En el cartón del retrato, enganchado con un alfiler, colgaba un trozo del vestido que tenía puesto en la fiesta del Club, cuando se conocieron. El cabello en bucles, las mejillas arrebatadas. La sacó a bailar después de alisarse la corbata, pensando que lo rebotaría. El salón estaba adornado con guirnaldas y banderines. Pérez Prado sonaba incansable toda la noche.
Sacó también una mantilla negra, dos rosas secas y aplastadas entre papeles, un cuaderno de composición, una lapicera con la pluma rota, una medalla dorada. En la medalla se detuvo. Tenía grabado el torso de un nadador en una de las caras. Ese día, el sol clareaba por encima de las boyas, sacándoles pequeños reflejos blancos. Los otros competidores hacían bromas en el precalentamiento. Fuentes sólo miraba a su esposa. Tenía un pañuelo a lunares y una blusa cereza. La lancha de ayuda zumbaba en la mañana como un mosquito. El agua del río, violenta y oscura, se abría a cada brazada como una tela. Y mientras nadaba se hizo a la idea de que ganaría. Había entrenado poco. Nada confirmaba su triunfo. Pero todo por Rosario. Lo hizo por ella. Porque ella se lo pidió, insistiéndole con la solicitud de inscripción en la mano. Lo persiguió hasta en el baño pidiéndole que nadara. Encargándose personalmente de presentarlo en el Club, de hacer correr la voz de que su esposo participaría en la carrera, de besarlo delante de los amigos, en la fiesta del mes. Y cuando todos los músculos se le acalambraban, era la imagen de Rosario frente a él. Y el impulso de aquella mujer que buenamente, le pertenecía. Llegó primero. Un aplauso prolongado. El abrazo de los perdedores; el presidente del Club colocándole la medalla en el cuello; Rosario, como un junco frágil. Optó por devolver todo a los armarios.
-Yo terminé. La torta está afuera del horno, sobre la mesada. Dígale a la señora que esta noche me voy a dar una vuelta por si necesita que la ayude. Dígale que le limpié bien los adornos del comedor. Ella debe estar por llegar. ¡Ah! Qué lo cumpla feliz.
Rosario llegó poco después. Tenía un vestido de hilo verde. Encontró a Fuentes sentado en la cocina hojeando el diario.
-Hola.
-Hola Rosario.
-Tenés mala cara, ojeras. No dormiste bien. -Dejó el bolso sobre la mesa. Se quitó el saco. Un perfume suave se desbordó de su ropa. "Olor a jabón de tocador" pensó Fuentes al sentirlo.
-No. Me quedé despierto casi toda la noche. Dando vueltas en la cama. Me duele la cabeza.
-¿La muchacha ya se fue? ¿Hizo todo? - Había comprado confites rojos para la torta y una vela grande. Una sola.
-Sí. Por lo menos fue lo que me dijo. Esta noche viene a ayudarte.
Guardó los paquetes en la heladera. En el fondo del bolso, acostada, una botella de champagne y unos caramelos de menta.
-Rosario...
-¿Qué?
-Estás enojada.
-No.
-Sí.
La mujer había roto unos huevos en un plato y parecía batirlos con furia.
-Por la secretaria nueva…
El plato golpeó sobre la mesa.
-No veo porqué eso te tiene que poner así. Te pido disculpas. Era una situación de emergencia. La otra se enfermó, pidió la jubilación, se la concedieron, nada más. Eso y nada más.
-"Eso y nada más". Es lo único que te conozco decir desde que me casé con vos: "Eso y nada más". Como si toda tu vida comenzara y terminara en esa frase. -Un diminuto festón rojo le bordeaba los párpados igual que una marca de guerra.
-Estás haciendo un mundo de algo que no lo merece.
-Siempre esa frase…Y tu cumpleaños…con gente que ni me interesa- La canilla goteaba gotas gruesas insinuando una forma sobre el acero.
-¡Basta!
-¿Alguna vez pensaste que podía haber otra vida para nosotros?- Se secó los dedos con el repasador. Cuando Fuentes la volvió a mirar, estaba pálida, un sembrado de flores blancas le poblaba la piel.
-Si querés no invitamos a nadie, nos quedamos solos esta noche.
-No. Ya hice las invitaciones. No necesitamos ser groseros.
-Pero si no estás cómoda con los invitados, los llamo y que no vengan.
-Te digo que no. Que vengan lo mismo, no importa.
De espaldas a él, miró el contorno del cuerpo de su esposa. En la pierna derecha, el lunar que tantas noches le besó. Estaba un poco más gorda que antes, pero las polleras largas le quedarían hermosas. Cerca de la casa a la que fueron a vivir ni bien se casaron, había un parque. Ahí se recostaban y miraban el cielo. Sin moverse. Tan intrusos como los sonidos que llegaban a molestar alborotando pájaros y ramas.
Su esposa preparaba la crema de la torta. Después tendría tiempo para los platos salados. Fuentes pensó que los festejos no habían tenido lugar entre ellos. Y se preguntó mientras el vibrante sonido quebraba el aire, qué era lo que los había dejado sin motivos para festejarse la vida.
El ruido en la cocina le hizo lugar al de la campanilla del teléfono. Fuentes levantó el tubo. Era su secretaria. A lo lejos, una máquina de escribir o el golpeteo de una biforme sobre la madera del escritorio.
-¿Doctor Fuentes?
-Sí.
-Le habló porque la gente de la empresa insistió en verlo el lunes sin falta. Yo le dije que usted no vendría pero ellos insistieron. Dicen que han estudiado la oferta y que les interesa mucho la forma de pago que usted les ha propuesto.
-El lunes no iba a ir.- Fuentes alcanzó a ver, desde el espejo que su mujer estaba escuchando apoyada en la mesada.- Quería estar con mi esposa todo el día.
-Ellos han dicho que es muy urgente.-Insistió la secretaria.
-Dígales que el martes puede ser factible que tengamos esa reunión...
-Bueno, voy a tratar de convencerlos. Va a ser difícil... Hasta el martes. Que tenga un feliz cumpleaños Doctor Fuentes.
A las dos de la tarde llegó el jardinero con un bolso de lona. Rosario le dio indicaciones sobre lo que tenía que hacer en el jardín: podar el ligustro y emparejar el césped. Después sacó del aparador los cubiertos de plata y una franela amarilla. Suavemente, fue dándoles brillo a las piezas. Al terminar con los cubiertos, seguirían las copas de cristal, los platos de porcelana, las bandejas. Los tres de febrero de cada año desde su casamiento, la esposa de Fuentes limpiaba todo lo que pondría en la mesa a la noche.
-¿Preparaste mucha comida para hoy?
-La cantidad acostumbrada.
-Siempre sobra mucho.
-Siempre sobra lo justo, lo que tiene que sobrar.
-¿Hasta qué hora estará el jardinero? ¡Ninguno de los dos tiene ganas de festejar ningún cumpleaños! ¡No sé para qué seguir esta farsa de día feliz que ni a vos ni a mí nos convence!
La mujer levantó una de las copas y la hizo resplandecer a la luz. Mientras volvía a frotar el cristal contestó sin mirar a su esposo.
-Las circunstancias nos obligan.
-¿Qué circunstancias?
-Nosotros.
Fuentes se llevó la palma de la mano a la frente. Unas gotas de sudor le caían por la sien. Le apretaba el cuello de la camisa.
-Entonces vos sos tan hipócrita como yo. ¡Entonces somos dos hipócritas que viven juntos y ni se aguantan!
-¡"Entonces..., nada!. La vida es así y no nos queda otra forma que seguir viviéndola. No sé porqué te sorprendés y armás tanto escombro y tanto grito.
-Me sorprendo porque te quiero Rosario.
La cuchilla de la podadora fragmentaba en el aire restos de yuyos, formando virutas verdes que se iban a pegar en la pared blanca del frente. En esa siesta de verano, nada era distinto. Los árboles se movían con la brisa tibia. Un polvillo fino habitaba la claridad de la calle. Algunos chicos jugaban a disfrazarse con trapos. Armaban espadas con palos y se tapaban un ojo simulando ser piratas. Discutían entre risas, planeando sus aventuras. Pocas veces Fuentes recordaba la infancia en casa de sus tías. Presencias reemplazadas más tarde con la llegada de Rosario. La dureza del almidón y el olor a flores en la salita, las caricias en la cara y los sermones referidos al buen comportamiento en la mesa y al cuidado de sus ojos para evitar que su irreversible miopía, avanzara. Prefirió guardarse para sí esos momentos como un premio ganado a través de años de reservas y meditaciones. Pero la discusión con su mujer, los días sin hablarse, habían ido aflojando sus esfuerzos por controlar esa zona suya donde todo aquello permanecía secretamente oculto como detrás de una tapa de hierro. Imágenes saliendo de él frenéticas, fugaces, dolorosamente turbias cruzando por los ojos lo mismo que una película pasada al revés. Perennes negativos perfumados que volvían acompasados por los acordes de un valsecito añoso. “Pensarlas. Pensar a las tías” dijo, confesándoselo a sí mismo. “Ese novio…”. Fuentes caminó unos pasos; creyó verlo en el vano de la reja del jardín con su reclamo. Y a su tía Dolores renunciando a casarse, hermosa todavía, con su lástima enorme por él, por Fuentes que era chico y la necesitaba. “Y ese otro día…”. Al decirlo vio la escalera, la noche que su abuela tuvo el ataque. Alta y vacía. El hombre apoyó la frente contra la ventana. La frescura del vidrio le calmaba la furia.
Fue quitándose los zapatos mientras subía las escaleras, la camisa, el cinturón, y se tendió en la cama. Cómo fatigaban las palabras dispuestas para la contienda, pensó.
Se durmió muy pronto. No soñó con claridad. Llegó a ver un bosque muy grande, con helechos cuyas hojas le pegaban en la cara. Vio un hombre en un banco, unas huellas en la arena del terreno, un pañuelo de mujer enredado en las ramas de un nogal. Vio también unos árboles rodeados por una vereda de piedra y una flor que no llegaría a abrirse. El sol pasaba detrás de las hojas, el aire tenía un cierto color azul, como si estuvieran sumergidos en el mar. Había una casa, con un jardinero en la puerta que cortaba el césped. Al ingresar una alfombra le amortiguó las pisadas. Mientras avanzaba, unas siluetas blancas le cerraban el paso, lo conducían, lo empujaban hacia un comedor donde una mujer levantaba una copa y decía quererlo. Él tomó de la mesa otra copa y al beber vio que aquellas personas mutaban en animales. Eran lobos, eran ovejas, eran pájaros aplastándose contra los vidrios de las ventanas, eran toros que destrozaban todo a su paso, hasta que de la sala aquella no quedó más que la copa de la mujer y la suya.
Se despertó cuando el amarillo nacarado del atardecer encendía las cortinas. Mientras se bañaba se convenció de que si hubiera encontrado el cuento, habrían sido posibles los perdones entre Rosario y él.
Manoteó de memoria la ropa interior de los cajones y se calzó unas medias finas color hueso. Sobre la cama, la ropa impecable, le recordó su época de soltero, los hábitos heredados de sus tías, su casamiento. Camisas italianas. Como las de su padre, celestes o a rayitas azules. Mientras se vestía, desde la puerta entreabierta del dormitorio, se filtraban las voces de su mujer y de la empleada arreglando el comedor. El roce del mantel, el tintineo de las copas y de los platos, el chasquido de las bandejas.
En la sala de la casa había flores. Un paño rojo cubría, como cada año, la mesa de madera. En una bandeja, su esposa había puesto unos vasos de whisky y un balde de hielo. Se sirvió una copa y se sentó. Rosario tenía un vestido de gasa y seda color turquesa y llevaba el pelo sin atar. El ambiente era fresco. El aire de la noche entraba, suave por los postigos abiertos. Olía a carnaval, a calor, a sorpresa. Su esposa, para esquivar toda palabra posible, abullonaba los almohadones, desarrugaba un pliegue, miraba distraídamente, la aureola que dejaba el vaso de su marido sobre la mesa. Fuentes pudo notar, en medio de aquél silencio uniforme, que Rosario estaba ensayando su sonrisa. Ella había logrado fabricar una risa invariable para las visitas. Y resultaba tan convincente que pasaba por sincera. Si no hubiera sido por la confesión de esa tarde, Fuentes se hubiera muerto convencido que ella era feliz.
Cuando sonó el timbre Rosario se levantó a atender. Tal vez era mejor así, pensó Fuentes. Tal vez era necesario que los invitados estuvieran, que no faltaran los invitados esa noche. (Continuará)

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