sábado, 26 de marzo de 2011

El postre de cumpleaños


"Barrio de Belgrano...!/Caserón de tejas...!/¿Te acordás, hermano/ de las tibias noches/sobre la vereda...?"

Fuentes no supo cuándo su esposa decidió la reunión del 3 de febrero.
Todos los años ocurría lo mismo, su esposa Rosario organizaba una fiesta íntima, de cinco invitados, toda gente muy allegada al matrimonio, que hablaba poco y de temas conocidos.
Por eso la tarde del día 2 de febrero, la esposa de Fuentes tomó el teléfono de la sala e hizo las invitaciones. Serían los de siempre: los Aguirre Juárez, él, Ingeniero Naval, ella, dueña de una tienda de productos dietéticos; los Sánchez Villa, él, abogado y escribano, ella, Presidenta de la Fundación Protectora del Animal; y, finalmente, Felicitas Mujica, viuda del General Navarro y propietaria de una de las casas de decoración más grandes de la ciudad.
Todos los años eran los mismos. Las mismas cinco personas para festejar un mismo acontecimiento: el cumpleaños de Fuentes.
Rosario nunca celebraba su cumpleaños pero le gustaba organizar el de su esposo. Eso, y algunos té benéficos para la parroquia.
Sin embargo era distinto ese año. Fuentes, desde el sillón de la biblioteca alcanzaba a ver una parte de su esposa. Las piernas cruzadas, los brazos, el cable del teléfono sobre la falda. Era distinto ese año porque habían discutido.
Había comenzado el primero de febrero. Por razones de trabajo y eficiencia, Fuentes se vio en la necesidad de jubilar a su anterior secretaria y contratar a otra, más joven, más rápida.
Su esposa había pasado a buscarlo por el estudio esa mañana de primero de mes. Irían a comprar algunas cosas y a ver vidrieras. Al ingresar en la oficina, el perfume no le resultó familiar. Un tapado demasiado rojo pendía junto al de su esposo del perchero.
Cuando vio a la muchacha nueva, se sintió algo confundida. Morena, los ojos verdes, tan alta como ella lo había sido en otros años. Le pareció una de esas mujeres que van pavoneando la hermosura por todos los rincones como si fuera un ramo de camelias.
Pero fue recién al atardecer que discutieron. Cuando él se sentó a leer un libro en su escritorio. Ella entró a la habitación y le habló de la reunión del 3 de febrero.
-¿Tenés pensado algo para la fiesta de tu cumpleaños?- la voz le raspaba en la lengua, la hería.
-No. Vos siempre te encargás de eso.
-¡Gracias a Dios que me tenés a mí para que me encargue de eso!
-Si querés lo dejamos para otra ocasión.
-¡No! ¡Yo la voy a organizar! ¡Y vas a ver que a mí no me hacen falta secretarias nuevas para hacer bien las cosas!
-¡Oh, con que esas tenemos!
-¡Sí, esas tenemos... esas!- replicó Rosario tartamudeando.
En los ojos de su mujer, Fuentes alcanzó a ver un brillo que antes no tenían. Una luz ácida que apocaba el celeste.
La discusión no se detuvo. Ella rompió un cenicero de porcelana. Él la tomó de los brazos. Se empujaron en silencio. Al final Fuentes se fue a dormir y la dejó llorando en el sofá.
Mientras se ponía el pijama, trató de encontrar una causa para la disputa. Nunca habían discutido. Ni por temas tan íntimos como el de los hijos que no llegaron; ni por otros, menos irremediables como los arreglos de la casa y el cambio del auto, como la renuncia de Fuentes al banco y la apertura de la escribanía propia cuando se propuso triunfar. Nunca una discusión les había separado las miradas.
El día 2 de febrero, la esposa se levantó temprano. Más tarde Fuentes supo que no había dormido con él. Se lo reveló el desorden de unas colchas en la habitación de huéspedes y los potes de crema sin abrir en la mesa de noche.
Cuando bajó las escaleras, El hombre tomó su lugar en la mesa de la cocina donde el desayuno estaba servido. Ni frío, ni caliente, a punto como todos los días. Su esposa le daba la espalda desde la mesada.
-Al volver comprá en el mercado frutillas y huevos.-Dijo, mientras terminaba de lavar un jarro de losa.
-Bueno.
Afuera la mañana era majestuosa. El cielo muy celeste y el aire cálido; un verano nuevo que invitaba a caminar, a disfrutarlo recorriendo los sitios simples del barrio: la plazoleta de adoquines, la fuente del ángel, el fresno como un globo verde en la esquina de su calle. Demoró en regresar. Se detuvo en el puesto de diarios, habló de fútbol con el dueño y después, en el mercado, eligió las mejores frutillas para contentar a su esposa. Esa disputa del día anterior se le hacía ridícula, casi una artimaña de viejos para mantener la atención el uno en el otro. Al llegar a la casa, el perfume de la madera junto con el de las lavandas de la entrada lo hicieron sentir protegido.
Encontró a su esposa cosiendo una camisa que él usaba para ir de pesca. No se saludaron. La mujer tomó la bolsa de frutillas, los huevos y entró en la cocina. Fuentes la vio pero no la detuvo. Se le hacía broma que durara esa distancia entre los dos. Habían pasado mucho juntos. La muerte de los seres que quisieron, los bautismos de ahijados, sus casamientos, los tiempos duros y los buenos, los días en que el cielo amenazaba lluvias que los sorprenderían abrazados. No, no podía durar.
Al anochecer cenaron en silencio. Ella cortaba los trozos de carne con precisión matemática. Él, la miraba y volvía a fijar los ojos en el puré de papas. La pregunta llegó con la conclusión de la comida.
-¿Vas a hacer la reunión mañana?- después Fuentes se dijo de debería haberlo preguntado de otro modo, algo más seguro, algo más terminante, exigiéndole certezas.
-Todos los años es igual, ¿no? Además están todos invitados. Ya los llamé. Creí que estabas conforme con festejar tu cumpleaños. Digo, todos los años es igual. El 3 de febrero, la torta de frutillas, el sambayón y el lomo a la ciruela. No sé..., es lo de siempre... ¿no?
-Sí, es que después de lo de ayer, no sé si vos...
-No te preocupes por mí. Te pido que mañana no te olvides de comprar un buen corte de lomo de cerdo en el mercado. Hoy no te lo encargué porque me distraje con lo de las frutillas. Que sea fresco, digo, porque sino resulta duro. Y comprá una vela blanca. Para la torta.- Con timidez, creyó Fuentes que quiso sonreír y que se quedó en el intento.
Ya en el dormitorio, cuando los preparativos del sueño ocupaban hasta el más vulgar de los movimientos, Fuentes la vio ponerse el camisón. Largo, con flores de raso bordeando un escote cerrado de tul. La vio atarse el cabello con una cinta y untarse con crema. De vez en cuando, Rosario distraía sus ojos hacia el hombre que leía el diario en la cama. Entonces Fuentes desviaba la mirada por temor a que su esposa supiera que la espiaba desvestirse. Al término de esta rutina de todos los días, la mujer buscó dentro del armario un juego de sábanas. Sus pantuflas hacían un leve ruido contra la alfombra.
-Pero… ¿dónde vas?
-A la habitación de huéspedes. A dormir.
-¿No te vas a acostar conmigo?
-No. Esta noche, no.
-Pero... ¿Cómo?
-Así.-contestó ella sin cambiar de tono.
El hombre se sacó los anteojos, apartó el diario de entre sus piernas y dejó caer la cabeza en la almohada. Ahora sabía que la otra Rosario no volvería nunca. Pero, ¿era posible? Se quedó pensativo. De pronto, en esos intervalos que deja la tristeza, recordó un cuento que escribiera su esposa cuando recién se casaron. Le gustaba escribir a ella. Por aquellos años en que todo formaba una rueda que atrapaba felicidades pretendidamente merecidas, Rosario arriesgó intentos de escritura. Recordó cuando él era empleado en el banco y ella usaba vestidos y polleras largas que se abrían como hongos al bailar; se sentaban a beber whisky a la noche, en unos vasos de cristal rojo o miraban algo en la televisión. En una de esas noches Rosario apareció con un papel. Se lo puso en las rodillas.
-Esto es para vos.- le dijo.
Una letra estilizada hacía ver las palabras como robadas a un sueño.
-No, ahora no lo leas. Después, cuando estés sólo.- le dijo.
Fuentes lo guardó en el cajón del escritorio, quizás aliviado por no cargar con el compromiso de enterarse si su esposa era una buena o una mala narradora. En cualquiera de los casos no hubiera podido hacerse cargo de semejante realidad, ya fuera por no desalentarla o por miedo a invertir un dinero que no tenía en un libro.
No lo había leído. El papel pasó de carpeta en carpeta, de bolsillo en portafolios, hasta que la importancia que ostentó, fue reemplazada por otra más concreta y urgente como el pago de alguna factura o el arreglo de cuestiones bancarias. Su esposa olvidó su olvido y la vida se extendió delante de ellos como un camino sin asombros. Rosario no volvió a escribir. Un día Fuentes le preguntó por su literatura. Ella respondió que ya no le interesaba perder horas y hasta días en eso. La casa lo ocupaba todo. La casa y él.
Fuentes puso un pie y tanteó buscando las chinelas que se acababa de sacar. Encontraría el papel. En el ropero. O en alguna carpeta de esas que quedaron en el desván o en las alacenas de garaje. Allí estaría todavía.
Mientras revisaba los estantes más altos, pensó en no ir a trabajar al otro día. Le diría a su secretaria que estaba enfermo. Para mejor era viernes ese 3 de febrero. Sí, hasta el lunes no iría a trabajar. Debía dedicarse al rastreo de ese papel. Algo le decía que su Rosario estaba entre aquellas líneas escritas en azul. (Continuará)

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