sábado, 19 de noviembre de 2011

Pornografía

Había crecido.

Se desnudó delante del espejo que parecía un hombre por lo grueso y lo alto. Lentamente, esa era la parte que más le gustaba, bajó su bombacha de encajes y plumitas y puso al aire el triángulo de vellos escasos que aún no se decidían a cubrir totalmente la piel tersa.

El cuarto estaba lleno de muñecos y de ventanas penumbrosas. Haciendo eso que era cochino para sus mayores, ella se sentía mirada, cruelmente inspiradora de otros delirios. Las mejillas calientes ante la tentación de ser descubierta.

Como abría las corolas de las flores en el jardín de su abuela, comenzó a tocarse. Los pezones eran dos puntas de carne dura, anchas, iguales a dos ojos acariciados para reconocerse; confidente encuentro convocado por sus manos en la tórrida desesperanza de la siesta, donde se juega o se baila, en susurros, las camas del descubrimiento.

Un suspiro se quejó en el apuro; el roce de la tela en los tobillos se volvía ligereza de palomas, cosquilleo y aletazo en el cimbrón del hombre desconocido, que ella imaginaba, montando su cuerpo como a una nube.

Cuando la puesta terminó, el ojo que pagaba pestañó un aviso de luz roja. La chica levantó su ropa de encajes y plumas, se pasó la mano por el vientre humedecido y se ajustó el corsé de cuero, aplastando los pezones que aún perfumaban calor de siesta. Ubicó los billetes en el tornasol del raso. Y mientras los guardaba en la diminuta cartera de juguete, vio salir de la pieza al hombre satisfecho, colmado. Tan grueso y alto que parecía un espejo.

Había crecido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario