sábado, 26 de noviembre de 2011

Confesiones


Mujer: hagamos memoria sobre esos lugares que la lluvia moja sin insistencia; sitios donde se madruga despacio el despilfarro de la dicha, la mutante severidad del deseo. Hubo un banco de piedra contra la ropa y la carne, la luz de la calle asomaba poemas de amor en páginas que ni leíamos y las manos eran dos pulpos sosteniendo el tiempo y las horas. ¿Hubo flores esa noche? Sí, y una música que venía entre paraguas a decirnos que estaba, que la usáramos cuando el cansancio de tanta compañía nos desinflara el encuentro. A pesar de que la oscuridad las velaba, las rosas se erguían laberínticas en sus tallos. Después del beso vino la pregunta; porque hablar de amor está lleno de preguntas, de causas, de lugares comunes como un banco y una lluvia, como un beso entre poemas que nadie lee. Vino presta en el desencuentro, en la casualidad por decirla. Y uno, al escuchar, se queda en la pradera de una espalda, aguardando a que la mano niegue la caricia, estanca en el momento de callar la lengua para que la respuesta no diga la pregunta, para que duerma, dura, un trozo de carne sin retorno.

Hagamos memoria mujer; ¿dónde quedamos? ¿Dónde la sombra de los dos fue la sombra de los dos, sin concesiones? ¿Dónde no hubo dudas y pensamos lo mismo, uno por el otro, uno al otro, esta confesión que aún no lo era, que aún no resultaba necesaria? Es que ¿sabe lo que pasa?, las manos tocan las manos y es necesario apresar lo que se escapa, ese calor de la entrega, el miedo de irnos con la rapidez del otro que se retira, que presenta con las manos lo que los ojos olvidaron. Una llovizna fina perfora la sequedad de las telas, y un caballero, es rigor, debe abrazar a la dama para que no la agobie tanto silencio. Eso nos llevó a confundir cabezas, a besar mentón y labios mientras el libro caía a un charco ¿recuerda? Y la voz ya no dice, porque todo fue dicho con esa pregunta, después del beso en el barro de lo dicho.

No me interprete mal, no le estoy pidiendo que volvamos a preguntarnos si nos queremos; a ninguno de los dos nos hace falta empeñarnos en ensordecer la muerte. Además, los años cubrieron de armonía aquellas tempestades que uno evoca cansado de ver cambiar tanto las calles y los cuerpos; no se precisa hacer nada por ellas, más que dejarlas ser un reposo de siempre, acogedor y olvidable. Pero sucede que esta mañana comenzó a llover temprano. Y cuando volvía a casa cruzando el parque, me pareció ver las sombras, las gotas difuminaban los trazos, de dos trasnochados que se acurrucaban en el mismo banco, el nuestro creo, de hace tantos poemas perdidos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario