sábado, 14 de enero de 2012

Lecturas desde Sauce Viejo (II)


En el blog de Enrique Vila-Matas (www.enriquevilamatas.com), que suelo visitar, figura un artículo publicado el 13 de diciembre del año pasado, en el diario “El país” referido a lo que los franceses llaman “El espíritu de la escalera”. Entre las disquisiciones que hace Vila Matas tratando de explicar (explicándose) este concepto, remite a dichos de Aira quien sostiene que es algo así como encontrar demasiado tarde la réplica. Muchas veces pasa que la frase brillante, esa que cerraría una conversación ubicándonos como ganadores de una contienda verbal o de una discusión literaria, se nos ocurre a destiempo, luego de que el oleaje de la disputa se aplacó, cuando estamos “bajando las escaleras” con la voz del oponente (o los oponentes) aún resonando en los oídos.
A mí me atrapa este espíritu de la escalera más seguido de lo esperable. Soy callado y no reacciono ante el otro sino mucho después, cuando he reflexionado lo dicho. Suelo quedar entrampado en un molesto escaparate de respuestas, claras pero inútiles, que nunca daré. Quizás uno escriba para ganarle a la escalera, aunque sea uno o dos peldaños.
Todo esto viene porque hace unos días leí (tarde, lo sé), el libro de Alfredo Di Bernardo “Las cosas como somos”. Di Bernardo se maneja en el cuento como en su casa. Creo que es la forma narrativa que mejor se adapta a su proyección de mundos solitarios y tardíos. Encuentro afortunada la destreza demostrada por el autor en el uso de la técnica narrativa, sin alardes ni exhibicionismos que desmerecerían el producto. La síntesis de lo enunciado, la austeridad de emociones, la prontitud sin repentismo, describen a un autor maduro en este oficio del decir armonías.
Lo que me remitió al artículo de Vila Matas, es el epígrafe que recibe al lector ni bien abre el libro de Di Bernardo. Se trata de un pensamiento de Anaïs Nin: “No vemos las cosas como son. Vemos las cosas como somos”. En la obra de este autor, la vista y la acción de ver se imponen recurrentemente. En su primer libro “El regalador de colores” el miope percibe su realidad en blanco y negro, y necesita de un “otro” que regale colores, que “la pinte”, para hacerla visible. Lo abordó nuevamente en su novela “Informe sobre miopes” poniendo a la miopía como eje vertebrador de una historia de persecuciones y desencuentros. El protagonista se convierte en el héroe inventor de un entorno y hasta de un acoso. Volvió sobre ello en su libro “La realidad y otras mentiras”, donde la realidad se asume mentirosa justamente porque no se la percibe en su totalidad, no se la ve.
Miopía implica parcialidad, lo uno, lo nuestro. No se ven las cosas como son justamente porque al ver una parte hay que inventar el resto, es decir, ver las cosas como somos, desde nuestra limitante experiencia de ciegos. Ese completar lo que no está, propone una realidad paralela donde las cosas sí están; son implacablemente ciertas, aunque sean equivocadas.
Esto de diagramar certidumbres a la luz de lo que somos, tiene mucho del espíritu de la escalera. Los seres que pueblan el mundo de Alfredo son hombres y mujeres que dudan, que hablan tarde, que dicen lo que piensan cuando ya no hay nada que saber, cuando el momento ha pasado y la realidad ha cambiado para siempre. Dos oficinistas se pelean por la misma chica inventando un amor hacia ella que ninguno siente, sumidos en una contienda de ajedrez llevada a la realidad. Un chico se enamora de su maestra y planea una venganza increíble antes de confesar su amor también increíble, antes de hablar. Un estudiante comprueba que su vida de niño-adolescente se ha terminado al rendir el último examen de su carrera; la ve perdida como el tren de las 11 y 40 hecho blues.
Todos los textos serían buenos ejemplos para hablar de destiempos. Pero “Vicky” es la muestra cabal de esto. Un hombre tiene a una prostituta trabajando en su calle y transcurre todo el cuento intrigado por esta mujer cuya presencia (o su fantaseo con ella) lo atormenta y desestructura. “Vicky”, entonces, pasa a ser el relato de una búsqueda. La mujer que no se tiene, que apareció en la vida del protagonista justamente porque es pública, porque está ahí para ser usada, porque no requiere trabajo “engancharla” y hacerla propia, porque es simplemente Vicky, la puta, la que no es igual a las otras a las que el protagonista no se les acercaría, ni siquiera les hablaría por miedo al rechazo, al ridículo del que no se vuelve. Recién le dará respuesta a la provocación callada de la muchacha cuando sea tarde y ese acercamiento suene a imposible.
Dudar es transmitir una pausa. En su inflexibilidad desordenada, los personajes de Di Bernardo se quedan en la pausa del que huye.
Imagino al cerrar el texto, una escalera caracol como las que fotografiaba Cartier Bresson, por la que desciende una persona cabizbaja, desorientada de inoportuno mutismo. Y también al que queda arriba, triunfante ante aquel silencio ratificador de que las cosas, querámoslo o no, son como son.

3 comentarios:

  1. Me gusta el texto. Lo he colgado en la página de lectores de Vila-Matas en facebook, de la cual formo parte. Por si no la conocieras y quisieras visitarla o agregarte,aquí te dejo el enlace:

    https://www.facebook.com/groups/218599325256/

    Un saludo.
    Elisa.

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  2. muchas gracias por tu atención. No sabía cómo hacerlo. Te dejo un abrazo.

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  3. TE INVITO A ECHAR UN VISTAZO A MI BLOG Y SI TE GUSTA BUSCAR TU VOTO EN LA CATEGORÍA TU CIUDAD, GRACIAS http://recuerdogijon.blogspot.com/

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