martes, 17 de agosto de 2010
Atardecer
Los ojos cerrados. El hombre, en la habitación. Los papeles entre las manos palpitan noticias tan lejanas como la vida que lo ha tenido de protagonista. El sol le calienta los dedos, le da salud, lo refugia. El orden de las cosas es tan abrupto, tan cierto. Así debía estar la rama del naranjo contra el vidrio azul, el agua en la jarra y las fotos de ella o de los amigos o de otros en el sitio preciso para ser recordadas. Así debía ser de suave la soledad en ese instante. Sin trampas, sin escollos. Soledad puramente concentrada para estar allí, en sus manos. Le hizo falta aprender puñados de frases para mirar distracciones. Le hizo falta ser tantas veces hombre para estar ahora en silencio, sin pronunciar la muerte. Qué fácil sería romper el llanto del aire con la voz o la sutil inercia con un sacudón del cuerpo. Sin embargo, los ojos cerrados. La luz. El hombre, en la habitación.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Así se siente esa quietud de la existencia, donde todo parece no moverse y sin embargo te va royendo. Creo que el texto lo ha captado. Me ha gustado. Saludos.
ResponderEliminar