viernes, 21 de enero de 2011

Querida Virginia


No sabes Leonard el dolor que me da dejarte. Es tan pleno este día sin sol pero tibio, sin pájaros a la vista pero con sonidos ahí, presentes, fugaces, como el amor de los jóvenes. ¿Fuimos tan fugaces nosotros también? ¿Fue nuestro tiempo tan irreverente como un día, el de hoy, como estos ruidos? Llevo mi caña de pescar. Aunque pase horas preparando plomadas y anzuelos, aunque elija las mejores lombrices para usar de carnada, aunque repase, pliegue por pliegue, el agua que corre antes de lanzar mi línea, la paz que busco está tan a mi alcance, es una larga ceremonia de reflejos que vuelven en puñados.
Querido Leonard, eso fue nuestra vida: un reflejo, un mal sueño hermoso, un abrazo que te trajo a mí, para hacerme pensar que la felicidad podía estar en los días y no en la literatura. Mi enfermedad, mis voces, mis pánicos, son tuyos también. Tú, Leonard, los sientes casi te diría igual que yo y eso me reconforta. Asumo que estamos conectados íntimamente en la dicha, que llegamos juntos a esta mañana hermosa en verde y serenidad, en pasión y frescura festiva.
Preciso decirte que te quise y te quiero hasta el fondo de este río cargado de hierbas y sombreado de sauces, hasta la lentitud de las horas que percibo sin dolores horribles, sin temer que cada minuto traiga consigo otra voz, otra realidad de mi locura.
Te veo. Corríamos en el campo ¿recuerdas? Apostábamos quién de los dos llegaba primero a la casa, quien encendía la luz de la galería, quien comenzaba a leer para el otro un poema de Rimbaud. ¿Qué se hicieron esos poemas Leonard querido? ¿Cuándo fue que esas páginas se transformaron en el agua que moja el borde de mi vestido? ¿En qué punto nuestro amor se volvió necesario y no sutil, espontáneo y pícaro?
Hoy pensaba mientras me vestía que quiero muchas flores en mi funeral. No frívolas y a la moda como las que compraba Dalloway, sino como estas, puras, blancas y sencillas que hoy me rodean, en todas partes, que llenan mis manos de perfumes tenues mientras cargo piedras para mis bolsillos. Es suave, ligera, el agua a mi lado; un beso tuyo, en un instante. Y el cielo es lo único igual, permanece inclaudicable y silencioso.
No te culpes. No nos culpemos. El Ouse tenía que estar entre nosotros, al igual Bloomsbury y las novelas, al igual que los reclamos y tus mezquindades. Era así la armonía que deseábamos, no la ultrajemos negándola.
Una vez vi a un niño juntar caracoles en la orilla de este mismo río, a pocos metros de donde estoy ahora. Los seleccionaba con cuidado mientras los ponía en un balde. Después volcaba el balde y volvía a seleccionar. Hizo esto varias veces, hasta que de todos los caracoles dejó uno sólo, el más fino y brillante caracol que había encontrado. Se puso de pie y avanzó hacia la corriente. Sin mirar, sin precisar un punto, lo levantó en el aire y lo tiró lejos, todo lo lejos que pudo. No entendí en ese momento el esfuerzo, la búsqueda y la pérdida. Pero ahora todo está tan claro: el chico eligió lo más vital y saludable que da el río para dejarlo ir, para devolverlo al lugar que nunca lo reclamaría. Yo te devuelvo a tu sitio, querido mío. Te dejo ir sin darte un beso, porque no es justo que mi enfermedad te doblegue. Pero tampoco es justo que sea yo quien te obligue a dejarme.
Hay mucho cielo Leonard, hay mucha lucidez de algas aquí, para tu Virginia.

Queridos amigos:
Aprovecho esta nueva entrada referida a mi admirada Virginia Woolf para compartir mi alegría. Ayer me avisaron que un cuento mío, "López", recibió el Primer Premio en el II Certamen de Microficción Lilipusianas organizado por la Maison d’Amérique Latine en Rhône-Alpes. Estas satisfacciones son un golpecito en el hombro que ayuda a seguir adelante.

1 comentario:

  1. Felicitaciones por el premio, Miguel Angel!! Enhorabuena!
    Y un recuerdo para esa otra Alfonsina que se entregó a las aguas...

    Abrazo!

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