sábado, 2 de julio de 2011

Pájaros

Empieza el día como siempre: la campañilla del reloj, la modorra entre los cobertores. Luego, la ventana y sus ocupaciones que se precipitarán, irremediables, hasta volver a dormir. Aún no bajó de la cama y cree, porfiadamente, que puede cambiar algo de eso, que está prometido a ser otro en la inmovilidad de su vida.

Es cuando choca con el pájaro. Y comienza de nuevo: el sueño, la noche, la quietud. ¿Será posible que despertar sea así de extraño, así de pájaro en una mañana sin rocío?

Mientras reflexiona, vuelve a amanecer: el reloj, la modorra, la ventana, el cambio y las actividades, su soledad. Y el pájaro ahí. De nuevo lo fastidia, mientras él repite su rutina.

Lo espanta, le grita que salga, que es imprescindible inaugurar nuevos vuelos, que se muere si uno no se decide a huir.

Pero el animal, fijo en su paz, lo mira.

Entonces, como todas las mañanas, el hombre cierra los postigos y empieza furioso su jornada. No se mueve, por acompañarlo. No cambia como se lo ha prometido, por entusiasmarlo con la libertad.

Se limita a esperarlo, del otro lado del vidrio, acomodándose las alas.

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