sábado, 24 de diciembre de 2011

La pequeña bailarina de catorce años


Era la hija fea de una panadera que se lamentaba la pobreza mientras entreveraba retazos de canciones y suspiros al acunarla. Su madre, de luto permanente, no encontró en otro dolor ajeno, el de un hombre que la consolara. Las monedas de las ventas que caían en su delantal, chocando con las otras, tampoco resultaban suficientes para apagarle la tristeza de viuda joven.
Dos cosas le faltaron: un padre y estudios. Del primero supo que era sastre, que se había ido a morir a una guerra imprecisa e imprudente y que no se conservaban en la casa retratos ni abalorios de muerto, que se lo trajeran. Aunque no en estos términos, ella supo que amar era difícil mientras buscaba a su padre en la nada de sus labores.
Su madre se encargó de que no estudiara. Fue unos pocos años a la escuela para aprender lo imprescindible de su lengua y poder imaginar el resto. Para calcular harinas y horneadas, para controlar las masas regadas de sal y el agua engrudando las mixturas no se precisaba más, así que se conformó con el movimiento en lugar de la palabra escrita. Pasaba sus horas de descanso observando lo móvil de la vida. El sacudón de las hojas cuando las tomaba la brisa de la mañana, la sutil contorsión de la ropa secándose al sol, el latigazo de una chispa del horno o la sombra de los otros en los muros.
Parecía lenta, o sorda, o ensimismada. Los clientes de la panadería preguntaban si la niña tenía algún mal porque la veían en el mostrador, la geta desvaneciéndose en suspiros y ruidos de boca, clavando los ojos en el leudado lento, casi imperceptible de los bollos.
Quizás fue su madre la que le inoculó ese mal de la danza al exigirle manos rígidas en el arco del gesto, suavidades en el agradecimiento y firmeza al andar por la encharcada callejuela sin tumbar los panes del canasto. Caminaba a saltitos esquivando vaya a saber qué escollo mágico. Y, al lograrlo, sonreía.
Una mañana le tocó llevarle una cesta de panes al cuidador del teatro. Tocó en la puerta de la conserjería y, al no obtener respuesta, decidió entrar. En una de las salas de ensayos vio ejercitándose a las bailarinas. El profesor las corregía con una vara que golpeaba en el suelo; la música se cruzaba entre los cuerpos y la luz amarillenta que filtraba el telón.
Con los mismos ojos anhelantes con que se quedó espiando la danza, descubrió al viejo Hilaire. Él también estaba pendiente de las bailarinas. Las manos teñidas de pintura, fijaba la vista procurando corregir la imagen que su miopía volvía borrosa. Tenía el cuello del saco picado por las polillas y manejaba los pinceles con delicadeza de aristócrata. Ella sacó del canasto una rueda de pan. Entonces Hilaire hizo una pausa en el trabajo, limpió los pinceles con un trapo y los acomodó, según su tamaño, en un vaso, mientras comía el cascarón castaño y crocante del regalo, cortando trozos con los dedos manchados de azul, de rojo, de gris. Se sentaron juntos y él murmuró:
-Hola. Soy Hilaire.
Otro día en que la panadera volvió al teatro, encontró un traje amarillo entre bambalinas. Se lo encimó a la ropa que llevaba. Era corto y le quedaba un poco suelto de hombros pero justo de cintura. Hilaire dejó el pan que comía y comenzó a abocetar en unos cuadernillos arrugados y sucios de óleo. De vez en cuando levantaba los ojos y los ponía en los de la muchacha. Reclamó el artista posturas duras, firmes, a su bailarina. Le pidió que insinuara pasos de bailes imposibles y ella le obedeció imitando a las otras que lo hacían bien, aguzando su mentón de perro, sus hombros de ruina. Para no defraudar al pintor, trataba de componer el movimiento leve de una mariposa, la caída prolija de la harina sobre la mesa de pino, la ingravidez plena del polen entre las flores recién abiertas.
-A la derecha.-indicaba el pintor.- Firmes las piernas, no abras los ojos…
La pequeña bailarina de catorce años seguía las indicaciones sin quejas, acalambrados los brazos, tiesa la espalda a modo de vara sobre el paso de baile inmóvil que el pintor buscaba atrapar.
Finalmente, Hilaire la despidió con unas monedas y regresó a sus cuadros.
La vida se complicó después. O no admitió coincidencias o resolvió alejarlos poniendo en ello tanto talento que la panadera y el pintor nunca se volvieron a ver. Ella dejó de llevarle panes a cambio de compañía y él cambió, por un tiempo, sus horarios de trabajo, prefirió la tarde a la mañana, cuando la ciudad se amodorra y piensa que sueña.
Ella se embarazó de un proveedor que la llevó a La Provence donde crió hijos y gansos hasta su muerte. Envejeció grácil de pasos y tosca de atractivos como había durado. Y siguió pendiente de todo lo que se movía: la lluvia, el pecho de su marido o de sus hijos mientras dormían, el despegue de las aves cuando ensayan el vuelo.
Degas terminó en resina su escultura más criticada y más exquisita. Cuentan que el alma de la pieza estaba hecha con la madera de los pinceles descartados que él tan prolijamente arreglaba en los potes de trabajo, en su descanso, mientras comía panes junto a la modelo.

PD: no fue exactamente así la historia pero me gustó pensar que pudo haber sido. ¡Feliz Navidad queridos amigos!

2 comentarios:

  1. Me ha gustado tu relato, aunque no fuera así, como dices, aquí tienes la escultura de la bailarina en una exposición de Degas que visité el 26 de noviembre de 2008 en Madrid http://conocemadrid.blogspot.com/2008/11/degas-en-mapfre-y-obras-maestras-del.html.

    Te he encontrado en los premios blogs20 minutos participo en la categoría "Tu Ciudad" con "Conocer Madrid" http://conocemadrid.blogspot.com/

    Suerte en el concurso y Feliz Año Nuevo

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    1. gracias y suerte a vos también. Me gusta que te guste mi historia

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