sábado, 10 de diciembre de 2011

La piel habitada

Me interesa el cine de Almodóvar. Desde "Tacones lejanos", lo primero que vi del director manchego, cada película suya es para mí una celebración. Almodóvar narra como a mí me gusta, sus historias me resultan atractivas y su estética me parece incomparable. A su manera renovó el kich: lo hizo anti-kich, sin perder raíces. La ambigüedad, la vaguedad, lo insólito, las historias argumentalmente retorcidas que se vuelven claras en su mismo enrevesamiento, son puntas de su filmografía que conmocionan.

Un crítico dijo que dentro su la obra se perfila una marcada diferencia entre las películas de mujeres y las de hombres. Aquellas donde la trama es la problemática femenina (“Mujeres al borde de un ataque de nervios”, La flor de mi secreto”, “Volver”), están llenas de luz, de cielos azules, de cantos y boleros llorados con frenesí de liberación; mientras que en las películas donde el tema es el hombre (“La mala educación”, “Laberinto de pasiones”, “La ley del deseo”), el resultado es la sordidez, la oscuridad, la locura.

Hace unos días fui a ver “La piel que habito”. A pesar que de que me gusta más el Almodóvar de los comienzos, el Almodóvar “pobre” que hacía actuar a su madre en algún bolo para ahorrarse gastos o el que armaba decorados con restos de los ’60, comprados en ferias americanas, este nuevo Almodóvar me resulta sumamente interesante y no me defrauda. Tiene todo el dinero de Hollywood puesto a su disposición para hacer una película de buen gusto, donde prosperan ambientes despojados de colores y de muebles, en contraste, empero, con muros cargados de cuadros que retratan cuerpos (y más que cuerpos, pieles humanas). Las obras, dispuestas en continuidad arrebatada de desnudos gigantescos, recuerdan el paisaje de una curtiembre, donde se amontonan por los rincones, cueros de animales en secado. La película en sí se resuelve dentro de la dicotomía “Despojamiento vs. Abundancia”. La obsesión de Ledgard por hallar una piel que no se vulnere, que no se estropee como la humana, lo subsume en una búsqueda desesperada y, por momentos violenta, que se convierte en meta irrenunciable (la piel que anhela la piel que perdió la piel) y lo lleva a abundar en medios para conseguirla (desde extraer la sangre de animales aún con vida hasta usar cuerpos humanos para los experimentos). En contrapunto está el despojamiento de los escrúpulos, de las barreras éticas, de los derechos personales a los que se debe avasallar en favor de la ciencia.

Relaciono con esta película, una frase de Borges, que aparece en “Atlas”:”’Yo quería ver el otro lado del jardín’, le dijo Wilde a Gide en los años últimos”. Me interesa el sentido de esta cita, esa intención de ver el otro lado del jardín, la otra parte de lo socialmente permitido. Almodóvar es un experto en esto. Ya lo hizo en “Todo sobre mi madre” con la obra de Tennesse Williams “Un tranvía llamado deseo”, cuando la protagonista asegura que siempre le había conmovido más que el personaje principal de Blanche, el de Stella, la otra mujer, la madre, la que aparentemente tiene una participación menor en la pieza teatral pero que a través de la mirada Almodovariana, se revaloriza y cobra un protagonismo parejo con el de Blanche. En “La piel…” Almodóvar regresa al otro lado del jardín con la figura de Ledgard, el médico trastornado por la muerte de su esposa en un accidente automovilístico. Es curioso: en los film de aventuras, asistimos a la construcción del héroe, la esperamos y la ansiamos, pero casi nunca reparamos en el nacimiento del científico loco. Somos partícipes del alumbramiento de la valentía, pero no del alumbramiento de la locura. En “La piel que habito” el médico plenifica su locura al crearse una piel y una mujer del tamaño de su osadía. Utiliza el cuerpo de quien lo arrastró a la venganza para “hacer” la mujer que perdió. La lógica es abusar del cuerpo que abusó de la mujer para reponer la mujer abusada.

En Frankenstein, Shelley nos hablaba del “hijo” como artefacto científico. El Moderno Prometeo es una criatura “creada” no “parida” ni “concebida”, ya que es un hombre armado con pedazos de otros hombres (por cierto también carente de una piel unificada y de una identidad intransferible e inmodificable). Un ser sin padre y sin origen, pura construcción de laboratorio. En esta película se presenta el género fabricado, no deseado o ambicionado por su portador, sino puesto a voluntad de otro, una manera nueva de sexualizar, de concebir sin crear, de hacer, condenando. Flamante costado de la construcción simbólica del género: el jardín que nadie quiere ver.

Hay otro lado desde donde el médico contempla su creación a través de las cámaras que ha puesto en el cuarto de la criatura; hay otro lado en el canción de Concha Buika cuando dice “quien me quiera amar, amará también lo peor de mí con ardor”, o “quiero ser la luz que besa la flor” (no la flor besada por la luz); hay otro lado cuando el protagonista dice “soy Vicente” y no tiene respuesta.

Finalmente Almodóvar nos obliga a la piedad, a matizar tanto horror y tanto exceso con el paño frío de la ternura: los hijos que regresan a la madre, al seno verdadero, aunque sea para morir o para seguir matando. Un maniquí en la vidriera donde se refleja la mujer que no se es, un traje color carne que no es piel pero que camufla la piel maldita, unas esculturas aniñadas que hablan de lo incompleto, un disfraz de tigre, son algunas de las esquilas que salpican de inocencia, la atmósfera de violación continuada que envuelve esta excelente película.

1 comentario:

  1. Coincido contigo, Tacones lejanos, fue la primera película que vi del manchego y hasta ahora ha sido insuperable, para mi.
    Gusto encontrarte.
    Saludos.

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